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Reportaje Exclusivo
Una historia de dos generaciones
Por HOU RUILI

Zhang Qianru y sus padres frente a la pequeña tienda de confección que regentan.

Los nuevos emigrantes rurales no parecen tener mucho en común con sus padres y abuelos: por un lado, su formación y nivel cultural son mucho mayores, y, en consecuencia, también lo son sus exigencias salariales y sus aspiraciones materiales y de calidad de vida, pero, sin embargo, no tiene la misma tolerancia que sus mayores al trabajo duro.

Infancia feliz

En los años 80, China empezó a modificar radicalmente su estructura económica, comenzando por autorizar y repartir el uso de las tierras de cultivo a nivel privado. Como en amplias zonas rurales el número de habitantes era mayor que los terrenos a repartir, la mano de obra sobrante inició un éxodo en busca de trabajo fuera de sus pueblos natales. En un principio, buscaban empleo en las empresas que tenían más cerca, situación que cambió pronto, al empezar la economía china a crecer aceleradamente en los años 90, lo que impulsó la emigración en masa a las ciudades industriales de la costa, donde los recién llegados constituyeron la principal mano de obra de los sectores de la construcción y manufactura industrial.

La historia de la joven Zhang Qianru y de sus allegados ilustra perfectamente lo que millones de familias han vivido en estas últimas décadas.

Tras casarse los padres de Qianru, en 1988, a cada miembro de la unidad familiar se le otorgaron 2,4 mu (15 mu =1 hectárea) de terreno agrícola. Como en un año sólo cultivaban durante la temporada de arroz y el resto del tiempo no tenían mucho más que hacer, cuando la niña tenía tres años, Zhang Wanxu, el cabeza de familia, dejó a sus dos hijos a cargo de los abuelos y se incorporó al contingente de obreros procedentes del campo que trabajaban en una fábrica de equipos petrolíferos en la ciudad de Daqing, en la provincia de Heilongjiang, al noreste de China. Dos años después, su mujer, Xue Jing, se unió a él en la misma fábrica, donde se ocupaba de registrar y transportar artículos diversos. Daqing es una pequeña ciudad norteña cuya principal fuente de ingresos es la explotación petrolífera, que permitía pagar salarios algo más elevados que los que ofrecían las empresas exportadoras de la costa, al sur: los inmigrantes podían ganar entre 600 y 700 yuanes al mes, con jornadas laborares de 10 horas diarias sin descanso los fines de semana.

Mientras se desarrollaban rápidamente las industrias intensivas en mano de obra, absorbiendo el capital humano sobrante en el medio rural, las diferencias entre los ingresos de los trabajadores de origen urbano y los de origen campesino se iban incrementando progresivamente: en 1978, un trabajador urbano percibía 2,4 veces más ingresos que un campesino, cifra que ascendió a 3,13 en 2008. Aún así, las ganancias de los padres en las ciudades podían garantizar una vida estable a su familia en el campo y permitían a sus hijos disfrutar de una infancia sin penalidades y sin tener que trabajar en sus tierras.

Según estimaciones de la Federación Nacional de Sindicatos de China (FNSCh), un 89,4% de los jóvenes pertenecientes a esta nueva generación de emigrantes no sabe cultivar la tierra, y un 37,9% no ha trabajado ni una sola vez en el campo.

Zhang Qianru y su hermano pequeño vivieron una infancia feliz bajo el cuidado de los abuelos y sin preocupaciones gracias al dinero que sus padres ganaban en la ciudad. “Nuestra casa tiene un patio muy grande, en el que plantábamos verduras y árboles frutales. A veces, atábamos una cuerda entre dos troncos y nos columpiábamos. Me sentía más feliz que los niños de la ciudad”, recuerda con nostalgia.

Pero, aunque no pasaban necesidades, sí que echaban de menos a sus padres y esperaban ansiosos la llegada de la Fiesta de la Primavera (el Año Nuevo chino), porque estos regresaban para celebrarla en familia. “Era cuando nos sentíamos más felices. Además, siempre nos traían muchos regalos, algunos de los cuales no habíamos visto nunca”, dice Qianru. Así se fue dando cuenta de que la ciudad tenía que ser un sitio muy diferente del pueblo en el que vivían. Pero la alegría de ver a sus padres duraba poco y “a pesar de todos los regalos, lo que de verdad nos gustaba era estar con ellos. Lo que hubiésemos querido mi hermano y yo es que nuestros padres se quedasen siempre con nosotros”, se sincera la joven.

Muchos psicólogos sostienen que si a un niño le falta el amor de sus padres, al crecer aspira a tener una mejor calidad de vida.

Buscando su lugar en la ciudad

Entre lo que consiguieron ahorrar por sí mismos, unido a lo que ahorraron sus respectivos suegros, Zhang Wanxu y Xue Jing, pudieron hacerse, en 1997, una casa de 200 m2 en su pueblo.

La administración local no sólo había repartido las tierras del municipio entre los aldeanos, sino que también les proporcionó diversos seguros: “Cuando seamos mayores, lo que queremos es regresar a nuestro pueblo, especialmente ahora que sentimos seguridad allí. Nosotros no pertenecemos a la ciudad, todo lo que hemos conseguido aquí y todo lo que ésta ofrece, está muy bien, pero es únicamente temporal. Eso no quiere decir que nos arrepintamos de nuestra decisión, vivimos mucho mejor que antes”, dicen.

Hace seis años, el matrimonio abrió una pequeña tienda de confecciones en Beijing, que les aporta entre 60.000 y 70.000 yuanes cada año, diez veces más de lo que ganarían cultivando la tierra.

Según diversos estudios, la mayoría de los que formaron parte de la primera oleada de emigración rural, han regresado al campo al envejecer, donde viven sencillamente, cultivando sus parcelas arrendadas. Tan sólo un 10% de ellos ha decidido quedarse en la ciudad, donde se dedican a su especialidad o viven gracias a su habilidad para los negocios.

El panorama para las nuevas generaciones de emigrantes es, sin embargo, distinto. Y una de sus consecuencias es que Zhang Wanxu se arrepienta de haber levantado una casa tan grande en su pueblo pues, probablemente, sus hijos no volverán a vivir al campo.

Conforme a una investigación realizada por la FNSCh, los jóvenes emigrantes que no han sufrido ni hambre ni frío, no tienen la misma tenacidad y espíritu de sacrificio de sus mayores, algo que comparten con la juventud urbana.

Hace un año, después de graduarse de un instituto del norte de China, Zhang Qianru vino a Beijing, reuniéndose por fin con sus padres, de quienes había estado separada durante 15 años. “Yo no quiero regresar a la vida rural, no quiero tener que pasar por lo que pasaron mis padres. Tengo que encontrar mi lugar en la ciudad”, afirma decidida la joven.

Qianru tuvo la suerte de encontrar un buen puesto gracias a un amigo, como ayudante de una investigadora en el laboratorio de óptica del Instituto Nacional de Metrología de China. Pero, al carecer de titulación superior y de registro de residencia en Beijing, sólo pudo obtener un contrato temporal con un salario mensual de 1.500 yuanes. Gracias a su simpatía, se ganó la confianza de su jefa, una doctora 12 años mayor que ella, quien le recomendó continuar con sus estudios, pues la titulación universitaria es clave para el desarrollo de una carrera profesional en la gran ciudad. “Aunque me siento capacitada para este puesto, sin una licenciatura, no me van a renovar el contrato. Además, si tuviese un puesto fijo, podría ganar mucho más dinero”, coincide Qianru.

El estudio elaborado por la FNSCh revela que los jóvenes emigrantes recién graduados de secundaria, ante la avalancha de información que reciben al llegar a la ciudad y el complejo cambio social que experimentan, tienen dificultad para definir sus propios objetivos profesionales, a la vez que, sin embargo, muestran un fuerte deseo por seguir aprendiendo: un 69,7% de los encuestados desean mejorar sus capacidades profesionales, un 54,7% consideran que deben aumentar su conocimiento de las leyes y un 47,8% piensan que necesitan enriquecerse culturalmente.

La competencia por un puesto de trabajo en Beijing entre los millones de recién titulados es feroz, pero Qianru no se amilana, porque cuando llegó a la capital a los 15 años, aprendió algo que le será muy útil para sobrevivir en este entorno tan difícil: la importancia de saber relacionarse. “Son muchos los estudiantes de posgrado de mi jefa que pasan ahora por nuestro laboratorio, pero, aunque tienen muchísimos conocimientos teóricos, no saben tratar con la gente –afirma-. No se trata únicamente de acumular datos y conseguir un título, estudiar debe servir para ampliar horizontes, aprender y comunicarse con otros y experimentar la vida. Por eso no me doy prisa en fijarme una dirección única”. Ahora, por otro lado, puede dedicarse más a sus estudios, ya que, cuando llegó Beijing, vivía en el piso de alquiler de sus padres, pero como éste estaba muy lejos de su oficina, su jefa la ayudó a encontrar el apartamento que ahora comparte con otra joven, más cerca del trabajo, con lo que ha ganado mucho tiempo.

En cuanto a los motivos que han llevado a unas y otras generaciones a emigrar a las ciudades, las diferencias hablan por sí solas: mientras que, antes, el objetivo era mejorar las condiciones de vida, ahora se trata de “experimentar y cumplir nuestros sueños”. Según un estudio de la FNSCh al respecto, entre los nacidos en la década de los 60, un 76,2% de los inmigrantes indicaba que el principal motivo por el que se encontraban en la ciudad era “ganar dinero”, un porcentaje que disminuye al 34,9% entre los nacidos en los años 70 y al 18,2% entre los nacidos en los años 80. De estos últimos, un 71,4% afirman que han salido de su pueblo natal para acumular experiencias, por afán de conocer un mundo distinto o para adquirir una habilidad profesional; algunos incluso dicen que, simplemente, se aburrían en el campo.

No pienso trabajar en cualquier cosa

Poco después de empezar a trabajar, Qianru tuvo la oportunidad de visitar las instalaciones de Foxconn en Jincheng, en la provincia de Shanxi, junto a su jefa. Cuando vio a jóvenes de su misma edad trabajando apáticos en pequeños cubículos o frente a las máquinas de la cadena de montaje y producción, se sintió muy afortunada. “Sea en Panasonic, en Foxconn o en cualquier otra empresa similar, para evitar filtraciones de sus tecnologías y patentes, los empleados raramente cambian de puesto. No les queda otro remedio que acostumbrarse a hacer lo mismo día sí y día también y ni siquiera saben lo que están produciendo. ¡No me importa cuánto paguen, no pienso trabajar en algo así!”, dice indignada.

Como no han experimentado la pobreza ni tienen responsabilidades familiares, las nuevas generaciones de emigrantes, a pesar de los bajos salarios, quieren vivir bien y disfrutar de su tiempo libre, de modo que es frecuente que gasten todo lo que ganen, un patrón de consumo similar al de la juventud urbana. Algo que parece acomodarse también al cambio en el modelo económico que se está produciendo en China y por el que se persigue depender menos de las exportaciones, fomentando la demanda interna. A estas generaciones de emigrantes, los expertos las consideran una de las principales fuerzas propulsoras de la demanda interna, con un potencial de consumo muy significativo.

A diferencia de sus padres, que sólo buscaban un salario, sin importarles el tipo de trabajo, estos jóvenes han crecido con la idea del desarrollo profesional y, por lo tanto, se muestran selectivos en cuanto al empleo. La contrapartida, sin embargo, es una escasez de mano de obra para algunos trabajos. Por ejemplo, este año, el sector de la hostelería en Beijing se ha enfrentado a unas dificultades de contratación sin precedente. Los empleados en este sector se enfrentan a largas jornadas laborales, bajos salarios, fuerte intensidad de trabajo y límites de edad; además, como la rotación de personal es muy elevada, los empleadores no suelen firmar contratos con sus trabajadores ni proporcionarles seguros de ningún tipo, así que este tipo de empleo suele utilizarse como último recurso. Por otra parte, como los efectos de la crisis financiera se están apagando en China y la mano de obra no cualificada de Beijing va regresando a la industria, los problemas de contratación de la hostelería se han agudizado.

Otro de los empleos que nadie parece querer, y en este caso ya desde hace un tiempo, es el de niñera. A pesar de que el gobierno municipal ha estipulado recientemente que su jornada laboral no debe exceder de las 12 horas diarias, con cuatro días de descanso al mes y un salario mínimo de 1.500 yuanes, poca gente quiere desempeñar esta labor. Y eso que, como a los beijineses les gusta tratar a las niñeras como a miembros de su propia familia más que como a empleadas, tienen la oportunidad de disfrutar de las comodidades más modernas de la ciudad. Pero las niñeras jóvenes y capaces siguen estando muy solicitadas, al igual que las empleadas del hogar, a las que se les paga una media de 12 yuanes por hora, o las asistentas que se ocupan de atender a las madres y a sus recién nacidos durante los primeros meses después del parto, que cobran entre 5.000 y 6.000 yuanes al mes. ¿Cuál es el verdadero motivo de la falta de personal? Como dice Qianru, “somos consideradas un tesoro por nuestras familias, ¿por qué íbamos a tener que ser sirvientes de nadie?”. Para estos jóvenes, el salario no es lo único importante, también les preocupa la posición social, por lo que, en el futuro, posiblemente China se enfrente a una grave escasez de empleados de servicios domésticos y de atención a la tercera edad.

Dudas y afán de superación

El modo de vida de Qianru ha cambiado sensiblemente desde que se trasladó a Beijing. En su apartamento puede ducharse cada día y dispone de aire acondicionado en su habitación, y, a pesar de que su sueldo es bajo, puede permitirse invitar de vez en cuando a sus amigos a comer. Por una parte, se siente agradecida por haber mejorado sus condiciones de vida, pero por otra, no puede evitar sentirse un poco culpable por el desperdicio que, piensa, supone disfrutar de estas comodidades. “De hecho, me gusta más llevar una forma de vida más sostenible y ecológica. No creo que sea necesario ducharse cada día, pero si no lo hago, resulta que soy un bicho raro. Aquí, además, es fácil dejarse llevar por la corriente. Cuando como con mis amigos, prefiero que cada uno se pague lo suyo, porque no me gusta pedir demasiados platos. Mi abuela no quería tirar las sobras de las comidas de dos días antes, pero, aquí, nadie se las quiere comer por, dicen, motivos de salud, lo que parece una buena razón. Pero pienso que cuanta más atención le prestamos a la salud, en realidad nos volvemos más delicados”, explica. Ni siquiera se ha acostumbrado a las bajas temperaturas de su oficina a causa del aire acondicionado.

En el fondo, a Qianru no le gusta esta ciudad. “¿Por qué, si todos en el pueblo me envidian por vivir en Beijing, me siento cada día menos feliz? ¿Por el ritmo de vida tan rápido? ¿O por la cantidad de ricos que veo y que me hace sentirme inferior? -se pregunta-. Hay una cosa que me recuerda cada día esa distancia: un piso normal de compra cuesta varios millones de yuanes, algo que está muy lejos de nuestro alcance. Y es la misma apariencia majestuosa y próspera de la capital la que me hace ser consciente permanentemente del verdadero nivel en el que me encuentro. A pesar de lo duro que trabajamos en las ciudades, no conseguimos llevar la misma vida que los que son de aquí, pero tampoco queremos volver al campo, porque vivir aquí nos está cambiando. Son dilemas que nos atormentan y, entre dudas y luchando cada día por mejorar, así vivimos -dice, lúcida, Qianru-. Algunos cambian completamente de carácter, seducidos por el materialismo que les rodea. No creo que pueda encontrar a nadie psicológicamente estable en este entorno como para que pueda ser mi novio”, remata.

El Centro de Investigación de Adolescentes de China ha publicado un estudio sobre las nuevas generaciones de emigrantes rurales donde se señala que el 55,9% de sus miembros planean quedarse a vivir de forma permanente en la ciudad donde trabajan. El problema, sin embargo, es si podrán conseguirlo: la encuesta realizada en 2007 por el Ministerio de Seguridad Pública revela que el 74,1% de estos jóvenes aceptarían pagar 3.000 yuanes/m2 para comprar una vivienda, al 19% les parece aceptable un precio de entre 3.000 y 4.000 yuanes/m2 y sólo el 6,9% podría pagar más de 4.000 yuanes/m2. En la actualidad, las viviendas con un precio de 3.000 yuanes/m2 se ubican mayoritariamente en las ciudades pequeñas y en los distritos del centro y el oeste de China. En las zonas costeras del este, donde se concentra la mano de obra inmigrante, incluso en los pueblos, el precio de la vivienda ha subido mucho más allá de los 3.000 yuanes/m2, por lo que, ahora mismo, menos del 10% de esta comunidad sería capaz de establecerse en la ciudad.

Cada día, en las horas punta, los autobuses a Banbidian Houjie, al oeste de Beijing, más allá del cuarto anillo, viajan repletos de jóvenes inmigrantes, que se distraen y relajan escuchando música o leyendo novelas en sus celulares.

Banbidian Houjie era una pequeña aldea en las afueras de la capital, donde vivían menos de 300 familias. Hoy, es un suburbio en el que más de 10.000 jóvenes inmigrantes del campo alquilan sus viviendas. Los aldeanos levantaron ilegalmente muchos edificios sencillos, alquilándolos por habitación, a 300 ó 400 yuanes mensuales la pieza, que en la mayoría de los casos consiste en un cuarto estrecho y oscuro donde sólo hay una mesa y una cama. Además, por la sobrecarga, hay frecuentes cortes de suministro de agua y electricidad; las basuras diarias se amontonan en las calles por la falta de transporte. Banbidian Houjie es, hoy, uno de los suburbios de chabolas relativamente cercanos al centro de la capital, pero ya se han publicado informes que indican que las barracas van a ser derribadas; los apartamentos de alquiler bajo serán cada día menos, y los trabajadores se irán trasladando cada día más lejos de la ciudad.

Por último, no podemos olvidar que, más allá de las desigualdades salariales entre los inmigrantes procedentes del mundo rural y los residentes con registro de residencia en las ciudades, cada vez son más evidentes las que hacen referencia a derechos y seguridad social. Chen Guorui, director del departamento de Construcción y Organización de Base de la FNSCh, piensa que el esquema de registro familiar de residencia, vinculado al disfrute de los servicios sociales, como educación o sanidad, entre otros, era un método efectivo para administrar el empleo y la población flotante en los tiempos de la economía planificada que, sin embargo, no ha evolucionado al mismo ritmo que el resto de la sociedad. Actualmente, este registro supone una división de facto entre zonas urbanas y rurales, marginando a los inmigrantes del campo, a los que impide el acceso en pie de igualdad a los mismos servicios que disfrutan sus vecinos.

“Beijing, como centro político y cultural, presenta más oportunidades laborales que las ciudades costeras, por lo que es una ciudad de inmigrantes. El éxito visible a nuestro alrededor de muchos de ellos, espanta los temores de los recién llegados. Pero también es cierto que la presión de la vida en la capital es cada día mayor. Nos estamos enfrentando a más dificultades que la generación de nuestros padres”. Con esta reflexión, Zhang Qianru, una de quienes, con su esfuerzo, temores y nuevas expectativas, construyen la nueva realidad urbana de China, se pierde entre la multitud.

 
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