El
sol del altiplano- Mis recuerdos de Bolivia
Por
CHEN XI
UNA
mañana de pleno invierno, el radiante sol de Beijing
me despertó al asomarse por la ventana de mi habitación.
Me gusta ese ambiente tibio porque relaja mi mente. La intensidad
de sus rayos me trajo a la memoria mi estancia en Bolivia, país
con un sol espléndido en el que reina un clima templado
a lo largo de todo el año.
Siendo como soy un traductor e intérprete
que trabaja con la lengua expañola, deseaba conocer más de cerca
la cultura de los países sudamericanos. En 1995 tuve la suerte
de poder trabajar un año en Bolivia, experiencia que dejó en
mí una profunda huella.
En mi mente quedará grabado para siempre
un cuadro de Bolivia pintado con el azul del cielo, el blanco
de unas nubes que parecen al alcance de la mano y, sobre todo,
la resplandeciente luz del sol que confiere al paisaje del altiplano
su singular luminosidad.
Para mí, el lago Titicaca, libre de
contaminación y sin huella alguna del mundo industrial, es el
lugar más fascinante de Bolivia. Sus aguas son tan cristalinas
que parece menos profundo de lo que es en realidad. Cuando sopla
la brisa, en su superficie aparecen leves pliegues parecidos
a los de una gasa flameante. A orillas del lago se extiende
una vasta pradera por cuyo cielo pasean lentamente las nubes,
tan vívidas que no parecen intangibles, sino al alcance de la
gente. Las algodonosas nubes blancas se recortan nítidamente
contra el horizonte. Debido a la fuerte radiación solar, sobre
el lago y la pradera se forma una cálida neblina que asciende
y por entre la cual se asoman como islotes las cimas de las
colinas cercanas. ¡Qué envidia me dan quienes tienen la suerte
de vivir en medio de tan hermoso paisaje! ¡Ojalá pudiese contemplar
este espectáculo de la naturaleza y escuchar el melodioso canto
de los pájaros todos los días!
La
fiesta local que más me llamó la atención fue la Fiesta del
Agua, la más importante del lugar. Cuando llega esta fiesta,
que suele celebrarse en febrero y coincidir con la Fiesta de
la Primavera de China, por todo el país se respira una aire
de felicidad y de regocijo. La principal actividad de esta fiesta
consiste en echarse agua unos a otros. Los bolivianos dicen
que nadie debe enojarse si le mojan, puesto que ello simboliza
la buena suerte y la felicidad.
En una zona autónoma de la nacionalidad
dai situada en la
provincia china de Yunnan existe una fiesta parecida, en la
que se disputan regatas y unos se mojan a otros arrojándose
agua. Empujado por la curiosidad y el deseo de comprobrar hasta
dónde llegaba la animación de esta fiesta, decidí ir al centro
de la ciudad, aun a riesgo de llevarme un remojón. Siendo extranjero,
en concreto, oriental, temía que la mojadura me produjese un
resfriado. Fui en un “trufi” (taxi de recorrido fijo) hasta
la calle de San Francisco, centro de las actividades festivas,
y, tras abrirme paso entre los apretujones y el embullo de la
multitud, logré llegar a un sitio desde donde podía ver bien
el desfile de los grupos folclóricos. Los jóvenes integrantes
de los diversos grupos, ataviados con los brillantes trajes
típicos bolivianos, avanzaban bailando acompañados por músicos
que tocaban la trompeta, tambores, charangos y zampoñas. Al
pasar algunos grupos, los espectadores, contagiados por la atmósfera
festiva, no podían evitar bailar al compás de la música y algunos
jóvenes empezaron a lanzar agua a la multitutd. Unos recibieron
un buen remojón y otros, asustados por el agua, corrieron a
refugiarse. La fiesta se encontraba en pleno apogeo. Bajo la
radiante mirada de un sol espléndido, la ciudad toda se había
convertido en un mar de alegría, escena que jamás olvidaré.
Aún conmovido por la agradable experiencia
que acababa de vivir, decidí regresar a casa. Por las calles
veía a mucha gente mojada y a no menos gente esperando que la
mojasen. Temeroso de pillar un resfriado, caminaba cuidadosamente
alejado de la multitud. A pocos pasos de donde vivía bajé la
guardia y de repente oí a mis espaldas: “¡Felicidades!".
Apenas volví la cabeza, una vecinita de siete u ocho años me
lanzó el agua que llevaba en una pequeña jofaina y otro niño
se apresuró a lanzarme un balde de agua. Quedé totalmente empapado,
pero de este modo compartí el alborozo de los bolivianos.
Mi vida en Bolivia nunca fue monótona,
sobre todo debido a los cantos folclóricos de Pacha y a la danza
Saya, manifestaciones artísticas rebosantes de la energía del
sol que impregna el altiplano. Los cantos folclóricos, que dotan
a la vida cotidiana de un significado especial, parecen provenir
de lejos, de un lugar paradisíaco perdido en tiempos remotos;
la danza Saya, que suele ejecutarse los domingos, me llegó al
alma. Esta danza típica de Bolivia es la preferida por todos
los bolivianos, tanto los negros como los blancos. Al bailar
la saya, los movimientos y los pasos lo son todo. Bailando al
ritmo de la música, la gente parece unas veces ir al galope
como un caballo y otras planear por el valle como un cóndor.
Las melodías y la danza me sedujeron, pero aun me fascinó más
la emoción con la que gente bailaba. La emoción es la fuente
de la creatividad y una razón para vivir. Es justamente esta
emoción la que convierte el baile improvisado en una manifestación
artística típica de la cordillera de los Andes, vasta región
en la que los indígenas, pletóricos de emoción y confianza en
la vida, han permanecido generación tras generación desafiando
una naturaleza inhóspita y creando la magnífica cultura incaica,
cuya principal fuente de inspiración es el sol del altiplano.
Durante el año que estuve en Bolivia
visité muchas veces La Paz, ciudad que hace honor a su nombre.
Andaba por sus calles con total tranquilidad, pues los paceños
son apacibles y honrados. Lo que más me impresionó fueron las
calles entrecruzadas
de su casco antiguo, en el que se apiñan viejas construcciones
y pasean amables indígenas acostumbrados a vivir a grandes alturas
para estar más cerca del sol, el astro que proporciona la energía
vital a todo el mundo. Inmerso en este ambiente, tenía la sensación
de haber retornado al mundo primigenio de la antigüedad, a un
tiempo en que la gente trataba a los extraños con la mayor sinceridad
y amabilidad. Las virtudes de los indios me hicieron pensar
en los tibetanos de mi país. Mucha gente cree que entre los
indígenas sudamericanos y los tibetanos existe cierta relación
misteriosa que se pierde en la noche de los tiempos. Lo cierto
es que, a pesar de vivir en hemisferios diferentes, estas dos
etnias presentan muchos puntos en común. Las condiciones climáticas
y geográficas de Bolivia y el Tíbet son casi idénticas. Las
semejanzas de los rasgos físicos, el carácter y los gustos no
dejan de ser sorprendentes. A los indios, al igual que a los
tibetanos, les gusta llevar ropas teñidas con los siete colores
del arco iris.
Ese mismo año (1995) una delegación
de la nacionalidad tibetana visitó Bolivia. Tanto los tibetanos
como los indígenas bolivianos se sorprendieron al comprobar
su parecido, tan notable que unos y otros tenían la sensación
de estar mirándose en un espejo. Quizá por ello no podían dejar
de abrazarse efusivamente, como si fuesen miembros de una misma
familia que llevaran miles de años sin verse.
La vida sencilla e idílica de los bolivianos
y los tibetanos se enraiza en la pureza de sus corazones y la
brillantez del mismo sol que luce en lo alto del mundo.
Creo que estos versos dedicados al
Tíbet, pueden aplicarse también a la altiplanicie boliviana
y a sus habitantes:
Más
sincero el pueblo de allá,
más
eterna su sonrisa,
y
más luminoso el sol de la meseta.