JUNIO 2002

 

 

 

 

 

 

 

 


El sol del altiplano- Mis recuerdos de Bolivia

Por CHEN XI

UNA mañana de pleno invierno, el radiante sol de Beijing me despertó al asomarse por la ventana de mi habitación. Me gusta ese ambiente tibio porque relaja mi mente. La intensidad de sus rayos me trajo a la memoria mi estancia en Bolivia, país con un sol espléndido en el que reina un clima templado a lo largo de todo el año.

Siendo como soy un traductor e intérprete que trabaja con la lengua expañola, deseaba conocer más de cerca la cultura de los países sudamericanos. En 1995 tuve la suerte de poder trabajar un año en Bolivia, experiencia que dejó en mí una profunda huella.

En mi mente quedará grabado para siempre un cuadro de Bolivia pintado con el azul del cielo, el blanco de unas nubes que parecen al alcance de la mano y, sobre todo, la resplandeciente luz del sol que confiere al paisaje del altiplano su singular luminosidad.

Para mí, el lago Titicaca, libre de contaminación y sin huella alguna del mundo industrial, es el lugar más fascinante de Bolivia. Sus aguas son tan cristalinas que parece menos profundo de lo que es en realidad. Cuando sopla la brisa, en su superficie aparecen leves pliegues parecidos a los de una gasa flameante. A orillas del lago se extiende una vasta pradera por cuyo cielo pasean lentamente las nubes, tan vívidas que no parecen intangibles, sino al alcance de la gente. Las algodonosas nubes blancas se recortan nítidamente contra el horizonte. Debido a la fuerte radiación solar, sobre el lago y la pradera se forma una cálida neblina que asciende y por entre la cual se asoman como islotes las cimas de las colinas cercanas. ¡Qué envidia me dan quienes tienen la suerte de vivir en medio de tan hermoso paisaje! ¡Ojalá pudiese contemplar este espectáculo de la naturaleza y escuchar el melodioso canto de los pájaros todos los días!

La fiesta local que más me llamó la atención fue la Fiesta del Agua, la más importante del lugar. Cuando llega esta fiesta, que suele celebrarse en febrero y coincidir con la Fiesta de la Primavera de China, por todo el país se respira una aire de felicidad y de regocijo. La principal actividad de esta fiesta consiste en echarse agua unos a otros. Los bolivianos dicen que nadie debe enojarse si le mojan, puesto que ello simboliza la buena suerte y la felicidad.

En una zona autónoma de la nacionalidad dai situada en la provincia china de Yunnan existe una fiesta parecida, en la que se disputan regatas y unos se mojan a otros arrojándose agua. Empujado por la curiosidad y el deseo de comprobrar hasta dónde llegaba la animación de esta fiesta, decidí ir al centro de la ciudad, aun a riesgo de llevarme un remojón. Siendo extranjero, en concreto, oriental, temía que la mojadura me produjese un resfriado. Fui en un “trufi” (taxi de recorrido fijo) hasta la calle de San Francisco, centro de las actividades festivas, y, tras abrirme paso entre los apretujones y el embullo de la multitud, logré llegar a un sitio desde donde podía ver bien el desfile de los grupos folclóricos. Los jóvenes integrantes de los diversos grupos, ataviados con los brillantes trajes típicos bolivianos, avanzaban bailando acompañados por músicos que tocaban la trompeta, tambores, charangos y zampoñas. Al pasar algunos grupos, los espectadores, contagiados por la atmósfera festiva, no podían evitar bailar al compás de la música y algunos jóvenes empezaron a lanzar agua a la multitutd. Unos recibieron un buen remojón y otros, asustados por el agua, corrieron a refugiarse. La fiesta se encontraba en pleno apogeo. Bajo la radiante mirada de un sol espléndido, la ciudad toda se había convertido en un mar de alegría, escena que jamás olvidaré.

Aún conmovido por la agradable experiencia que acababa de vivir, decidí regresar a casa. Por las calles veía a mucha gente mojada y a no menos gente esperando que la mojasen. Temeroso de pillar un resfriado, caminaba cuidadosamente alejado de la multitud. A pocos pasos de donde vivía bajé la guardia y de repente oí a mis espaldas: “¡Felicidades!". Apenas volví la cabeza, una vecinita de siete u ocho años me lanzó el agua que llevaba en una pequeña jofaina y otro niño se apresuró a lanzarme un balde de agua. Quedé totalmente empapado, pero de este modo compartí el alborozo de los bolivianos.

Mi vida en Bolivia nunca fue monótona, sobre todo debido a los cantos folclóricos de Pacha y a la danza Saya, manifestaciones artísticas rebosantes de la energía del sol que impregna el altiplano. Los cantos folclóricos, que dotan a la vida cotidiana de un significado especial, parecen provenir de lejos, de un lugar paradisíaco perdido en tiempos remotos; la danza Saya, que suele ejecutarse los domingos, me llegó al alma. Esta danza típica de Bolivia es la preferida por todos los bolivianos, tanto los negros como los blancos. Al bailar la saya, los movimientos y los pasos lo son todo. Bailando al ritmo de la música, la gente parece unas veces ir al galope como un caballo y otras planear por el valle como un cóndor. Las melodías y la danza me sedujeron, pero aun me fascinó más la emoción con la que gente bailaba. La emoción es la fuente de la creatividad y una razón para vivir. Es justamente esta emoción la que convierte el baile improvisado en una manifestación artística típica de la cordillera de los Andes, vasta región en la que los indígenas, pletóricos de emoción y confianza en la vida, han permanecido generación tras generación desafiando una naturaleza inhóspita y creando la magnífica cultura incaica, cuya principal fuente de inspiración es el sol del altiplano.

Durante el año que estuve en Bolivia visité muchas veces La Paz, ciudad que hace honor a su nombre. Andaba por sus calles con total tranquilidad, pues los paceños son apacibles y honrados. Lo que más me impresionó fueron las calles entrecruzadas de su casco antiguo, en el que se apiñan viejas construcciones y pasean amables indígenas acostumbrados a vivir a grandes alturas para estar más cerca del sol, el astro que proporciona la energía vital a todo el mundo. Inmerso en este ambiente, tenía la sensación de haber retornado al mundo primigenio de la antigüedad, a un tiempo en que la gente trataba a los extraños con la mayor sinceridad y amabilidad. Las virtudes de los indios me hicieron pensar en los tibetanos de mi país. Mucha gente cree que entre los indígenas sudamericanos y los tibetanos existe cierta relación misteriosa que se pierde en la noche de los tiempos. Lo cierto es que, a pesar de vivir en hemisferios diferentes, estas dos etnias presentan muchos puntos en común. Las condiciones climáticas y geográficas de Bolivia y el Tíbet son casi idénticas. Las semejanzas de los rasgos físicos, el carácter y los gustos no dejan de ser sorprendentes. A los indios, al igual que a los tibetanos, les gusta llevar ropas teñidas con los siete colores del arco iris.

Ese mismo año (1995) una delegación de la nacionalidad tibetana visitó Bolivia. Tanto los tibetanos como los indígenas bolivianos se sorprendieron al comprobar su parecido, tan notable que unos y otros tenían la sensación de estar mirándose en un espejo. Quizá por ello no podían dejar de abrazarse efusivamente, como si fuesen miembros de una misma familia que llevaran miles de años sin verse.

La vida sencilla e idílica de los bolivianos y los tibetanos se enraiza en la pureza de sus corazones y la brillantez del mismo sol que luce en lo alto del mundo.

Creo que estos versos dedicados al Tíbet, pueden aplicarse también a la altiplanicie boliviana y a sus habitantes:

Más sincero el pueblo de allá,

más eterna su sonrisa,

y más luminoso el sol de la meseta.

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