FEBRERO 2002

 

 

 

 

 

 

 

 


Palabras en la presentación en China de

El río que te ha de llevar

Por Juan Morillo

LI Mingde, director del Instituto de América Latina de la Acadenia de Ciencias Sociales de China, señora embajadora del Perú en China, Luzmila Zanabria, señores miembros del cuerpo diplomático de los países hispanoamericanos, apreciados amigos:
La generosa iniciativa de la embajadora de mi país en China, mi apreciada amiga Luzmila Zanabria, ha hecho posible que un libro mío, El río que te ha de llevar, publicado no hace mucho en Lima, ocupe, al ser presentado en esta ocasión, un lugar, tal vez inmerecido, dentro de las celebraciones del treinta aniversario de las relaciones entre el Perú y China. Quiero expresar mi especial agradecimiento a Luzmila por este gesto y quiero también hacer extensiva mi gratitud al Instituto de América Latina de la Academia de Ciencias Sociales de China por la gentileza de ofrecer este acogedor escenario para la realización de este acto.
El río que te ha de llevar cuenta las peripecias de una familia afincada en un pequeño pueblo del norte del Perú. No hay en ella referencias a China, pero existe una historia que la vincula de manera muy significativa.
Cuando llegué por primera vez a China, hace 23 años, era un profesor universitario con una trayectoria más o menos decorosa, pero era, al mismo tiempo, un escritor que traía a cuestas, aparte de un único libro publicado, un cúmulo de sueños y una vocación en peligro de naufragio. Dos oficios que me daban el sustento, el periodismo y la docencia, eran el mar que amenazaba con hacer zozobrar la frágil barca en que pensaba hacer mi travesía de escritor. Algunas revistas y libros publicados en el Perú y en otros países de habla hispana, incluida España, habían acogido en sus páginas pequeñas piezas narrativas mías, pero mis proyectos de fondo, los más ambiciosos, emprendidos con un impulso inicial lleno de esperanzas, se iban quedando en el camino absorbidos por las impostergables ocupaciones del diario vivir. Apremiado por el mal irremediable de la vocación, persistí en el empeño de sacar adelante esos proyectos y pronto descubrí que la aventura de escribir novelas exigía, para no morir en el intento, un espacio y un tiempo exclusivos o, en todo caso, apenas compartidos con otros menesteres de la vida. No había, pues, otro modo de meterse en ese campo del delirio y librar las batallas que hacen falta para plasmar los laberintos de la vida en universos de ficción capaces de competir con los de la realidad. Espacio, tiempo, soledad, exilio, destierro, marginación. Una opción ineludible y perentoria, para alguien como yo, que ya pasaba de los cuarenta años.
Una serie de hechos ocurridos en mi vida a fines de los ochenta, en Beijing, que no es del caso referir, se constituyeron en mi tabla de salvación y crearon las condiciones para que yo pudiera disponer del espacio y el tiempo anhelados para no naufragar como escritor. Aliviado y feliz, me puse a contemplar mi circunstancia y me vi rodeado de muchas cosas estimulantes: una familia comprensiva, amigos entrañables y algo que estaba ocurriendo allí, delante de mis propios ojos: un país en pleno florecimiento. La China a la que había llegado unos años antes no era la misma. Cambios de increíble magnitud lo estaban transformando y tanto el progreso como la modernidad empezaban a ser parte de su nuevo panorama. ¿Un milagro? Fue entonces cuando entendí que China era el país donde los milagros eran posibles, pero eran unos milagros que no tenían la marca de un hecho sobrenatural sino el sello inconfundible de la fuerza creativa de la mano del hombre.
Un milagro, dije también viendo que mi vocación de escritor se hallaba a salvo. Desde entonces, aparte de haber concebido innumerables proyectos, he logrado escribir cuatro novelas y un libro de cuentos. El Río que te ha de llevar, la novela que hoy se presenta, hecha en gran parte con los indestructibles materiales de mi infancia en un pueblito del Perú, ha sido escrita íntegramente aquí, en Beijing, respirando el aire, el aroma de este país que me ha acogido, junto al calor vivificante de mis irreemplazables amigos chinos.

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