Ecuador: calor de sol, calor de pueblo
Por
WANG YANG
 |
Acompañada
de niñas ecuatorianas |
A
finales de 2004, por cuestiones de trabajo, nuestra joven
reportera Wang Yang viajó a Ecuador, donde vivió singulares
experiencias. La siguente crónica es apenas
un atisbo a su estancia en el país sudamericano.
Cielos
encapotados bajo la nieve, fuerte ulular de vientos siberianos,
lagos helados, y la gente huyendo del frío con paso apretado...
así es el invierno en mi ciudad natal, Beijing. Fue precisamente
en un invierno que abandoné temporalmente la capital china
con rumbo al Ecuador, un país menos distante del sol que
el mío. No en balde, al abandonar el aeropuerto de Quito
y recibir en pleno rostro la primera luz ecuatoriana,
olvidé inmediatamente el cansancio del viaje y me dejé
llevar por el placer que brinda un clima templado.
Debo
confesar sin embargo que había hecho cálculos que resultaron
errados al final. Aunque Ecuador está atravesado por la
línea geográfica de igual nombre - de ahí su denominación
-, el sol que cae sobre el país andino no es tan fuerte
como había imaginado. Ya sea en Quito, en las islas Galápagos,
o en su zona oriental, el calor del astro rey no suele
ser nunca sofocante. Al contrario, insufla energía y un
toque de pasión al que lo recibe en su piel. Quizás ello
tiene mucho que ver, me atrevería a afirmar, con ciertas
facetas temperamentales de los ecuatorianos: entusiasmo,
franqueza y, con frecuencia, una abierta vocación bromista.
Para
endulzar tu boca
Al
regalarme un caramelo, mi guía ecuatoriano me dijo: “Solita,
esto es para endulzar tu boca”. “Para ser igual que ustedes,
ja, ja, ja...” le respondí. Los ecuatorianos destacan
por su perenne sentido del buen humor, y saben muy bien
cómo decir las palabras más “dulces”. Por eso, cuando
les digo que mi nombre ,“Yang”, significa sol, ellos prefieren
llamarme “solita” chiqueando mi apelativo en tono de chanza.
Y cuando les hago adivinar mi edad, responden invariablemente:
“19”.
No
crean sin embargo que los ecuatorianos sólo tienen boca
“dulce”, como llamamos los chinos a las personas que saben
decir halagos. También se destacan por su buen corazón.
En Galápagos, a un compañero chino del grupo se le hincharon
las piernas con el fuerte sol. Al saberlo, un lugareño,
ni corto ni perezoso, buscó resina de sábila para hacer
un remedio especial que curara los estragos solares. Hacerlo
le costó mucho tiempo y esfuerzo, a pesar de lo cual no
sólo preparó el emplasto, sino que ayudó a nuestro compañero
a untarse el preparado en las piernas. No pudimos menos
que sentirnos conmovidos. Al concluir, el buen hombre
se limitó a dedicarnos una sonrisa.
Este
caso no fue excepción. No hubo momento en que necesitáramos
apoyo durante nuestros días en Ecuador, en que no acudiera
algún ecuatoriano en nuestro auxilio. Otro hecho digno
de mencionar fue lo acontecido en Tulcán, donde nos recibieron
con mucho cariño los amigos de la Asociación de Amistad
chino-ecuatoriana. Al enterarse de que queríamos viajar
a un pueblo limítrofe con Tulcán, una señora miembro de
la asociación se ofreció a acompañarnos durante todo el
día siguiente. Nos alegró sobremanera su ofrecimiento
y decidimos que nos encontraríamos a las 7 de la mañana
en el lobby del hotel donde pernoctábamos. La mujer estuvo
de acuerdo sin la menor vacilación. Luego sabríamos, cuando
la acompañábamos en el trayecto de vuelta a su casa, que
para llegar a tiempo a nuestro lugar debía salir de su
casa por lo menos a las 5 de la madrugada.
¡Vamos
a bailar!
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Todos quieren tomar
fotos aquí - El parque "La mitad del mundo" |
Dicen
que cualquier latinoamericano tiene algo de artista, con
lo cual concuerdo, pero de lo que si puedo dar fe plena
es de su excelencia como bailadores. En cualquier lugar
es posible ver a los ecuatorianos bailar, moviéndose a
veces inconscientemente al son de la música: en la calle,
en un bar, en el parque, y en... ¡una oficina!
En
cierta ocasión, fuimos a discutir nuestro proyecto con
los compañeros ecuatorianos. Al terminar el trabajo, y
cuando estábamos a punto de decir adiós, nos detuvieron:
“No, no, ¡vamos a bailar!” Casi no podíamos dar crédito
a nuestros oídos, ¡cómo, bailar en la oficina! La escena
que siguió nos dejó de una pieza a los asiáticos, siempre
tan “serios”: los anfitriones apartaron las mesas y sillas,
pusieron música, y, ¡a bailar! Todavía tratábamos de comprender
lo que ocurría y ya nos llevaban brazos amistosos y cálidos
para hacernos bailar en la improvisada pista. La alegría
era tan contagiosa que nos dejamos llevar, poniendo a
un lado hasta el último remilgo.
Y
la cosa no paró ahí. Tuvimos además la suerte de que nos
invitaran a una boda local. En China, una boda significa
generalmente un banquete pantagruélico. Por eso acudimos
al ágape en ayunas, listos para probar las comidas ecuatorianas.
Pero al llegar, nos quedamos boquiabiertos: sí que había
una cena, sólo que bastante frugal para nuestras expectativas.
La actividad principal, una vez más, era ¡bailar! Brazos
que se agitaban, cinturas cimbreantes, música excitante
y silbidos ocasionales. La boda era un mar de alegría
y calor donde nadaban y se sumergían por igual allegados
y desconocidos. Estos últimos dejaban de serlo por obra
de la labor unitaria de la música. En cuanto a nosotros,
al principio nos sentíamos un poco cortados, porque aunque
ya habíamos pasado por la experiencia oficinesca, casi
no sabíamos bailar. Eso no fue obstáculo, unas copas nos
ayudaron a inflamar el valor y a dejarnos ganar por el
mismo calor que hacía moverse a nuestros anfitriones.
No me cabe duda de que si alguna vez has participado en
una boda y “por desgracia” te has emborrachado, al despertarte
al día siguiente creerás que has tenido un sueño fantástico.
Todo
el que viaje a Ecuador podrá contar sus experiencias de
acuerdo a lo vivido allí y a su visión particular del
mundo, mas me atrevería a asegurar que quizás no haya
impresión tan profunda como la que deja el carácter apasionado
del pueblo ecuatoriano. Aunque con el tiempo las cosas
que un día experimentamos van quedando relegadas al desván
de la memoria, no habrá manera de sacarme del recuerdo
el calor del sol de Ecuador, que desde el otro hemisferio
del mundo me sigue llamando de vuelta a esa tierra que
supo calentar mi piel y mi corazón.