La batalla más cruenta

Otra vez salen a relucir las peores marcas de la mano del hombre, aquellas que lamentablemente resultan ya imposibles de borrar, después de reducir a nada parte de una de las maravillas arquitectónicas que más tiempo, ingenio y esfuerzo tomó crear, la Gran Muralla china, a no dudarlo, el símbolo más universal de este país y una de las obras más deslumbrantes del mundo.

Pese a su aún imponente magnitud, ya no es tan extensa como algunos imaginaron, apenas 2.500 de los 6.500 kilómetros que le dieron gloria y fama permanecen en pie, y por tramos apenas alcanzan a verse los vestigios a los que fue reducida, bien por el paso del tiempo y los efectos implacables de la naturaleza, algo hasta cierto punto inevitable, o por la ignorancia de algunos mortales y la mayúscula irresponsabilidad de otros con más estudios, a todas luces, lo más preocupante.

Contra estos últimos, armados de potentes máquinas y otros artilugios empleados en la ¿construcción?, ha librado la Gran Muralla su batalla más cruenta y nulo ha sido el poder disuasivo que ejerció durante siglos en los enemigos de la milenaria China.

Finalmente el reclamo de voces más juiciosas fue escuchado por oídos más sensibles, y mentes más sensatas aprobaron los Reglamentos sobre la Protección de la Gran Muralla, una medida que llega un poco tarde para lo que ya no existe, pero oportuna para evitar la desaparición de lo que todavía hoy perdura, si se aplica adecuadamente.

El turismo, aunque para muchos constituya una espada de doble filo, parece ser de momento la vía más eficaz de encontrar los cuantiosos recursos financieros que requiere una obra que más allá de sus valores históricos y arquitectónicos en la actualidad resulta improductiva.

Las partes mejor conservadas, algunas de ellas próximas a Beijing, se han convertido en el principal atractivo para quienes visitan el país. Solo el paso de Badaling, próximo a la capital china, ha atraído a unos 150 millones de personas y más de 400 jefes de Estado desde su apertura al público, en 1952, generando los ingresos necesarios para una restauración que en ciertos lugares se torna muy compleja por el difícil acceso.

Más allá del aspecto meramente monetario, la preservación de este majestuoso legado exige también la toma de conciencia de la población china, su principal guardiana. “(…) promover la fuerza social es la única salida al respecto (…) Si cada persona fuera un ladrillo, millones de personas formaríamos un baluarte que resguardaría válidamente nuestra Gran Muralla”.

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