Sonrisas
de Lhasa
Por ÁNGEL LA ROSA MILANO*
*Experto venezolano de la sección en idioma español
de la TV Central de China (CCTV)
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RESUMIR en poco más de 1.000 palabras un viaje a Lhasa
no es tarea fácil, aunque haya sido por tres días
solamente. Además de la dificultad que representa decir
tanto en tan poco espacio, las sensaciones experimentadas durante
la aventura son tan inabarcables como esa gran ciudad de mágicos
contrastes.
Como a la hora de haber despegado de Chengdu, capital de la provincia
central china de Sichuan, me sorprendió ver lo cerca que
volábamos de las magníficas y desafiantes cumbres
nevadas, y le pregunté a la aeromoza por qué volábamos
tan bajo. Sonriendo irónicamente me respondió: "Señor,
no volamos bajo; ¡esos picos miden 7.000 metros de altura!".
No en vano a la vasta altiplanicie tibetana se le conoce como
el Techo del Mundo.
Lo primero que hice tras descender del avión y pisar suelo
tibetano fue absorber el aire puro y la energía vivificante
de aquellos parajes. La bienvenida me la dieron un cielo de azul
imposible, las suaves estribaciones himalayas y un viento benévolo
que me susurraba al oído las maravillas por venir. En el
camino a Lhasa - en un confortable autobús - la embriagadora
escena de río, valles y agricultores tibetanos en sus sembradíos
presagiaba la experiencia única que estaba a punto de iniciar.
A primera vista, Lhasa me pareció uno de tantos polos de
crecimiento del occidente de China, que se transforman aceleradamente
a la par del vertiginoso desarrollo del país. Pero, tras
mi primer encuentro con el imponente Potala, justo al cruzar una
esquina de bancos, comercios y oficinas empresariales, tuve la
sensación de que Lhasa es una ciudad única en el
mundo, confluencia de pasado y presente, de tradición budista
y modernidad china. Aún hoy, el Gran Potala se yergue majestuoso
y protector sobre la vasta meseta de Lhasa. Su colosal estructura
abisma e infunde veneración, y evoca siglos de fabulosas
historias y leyendas. Su arquitectura deslumbrante, su místico
encanto, la historia encerrada en sus muros, la solemnidad de
sus templos, el esplendor de sus budas, y el fervor de sus monjes
ameritan el viaje a Lhasa. Una de las mayores atracciones del
Potala es el recorrido por la parte de afuera, a lo largo del
muro exterior; una caminata larga, de casi dos km, que depara
sorpresas a cada paso: Peregrinos que hacen girar los cientos
de cilindros de oración giratorios pegados al muro; penitentes
que andan a rastras, artesanos, monjes, mendigos, vendedores y
turistas. Ante la subyugante imagen del Potala no pude menos que
alabar el sentido de trascendencia del budismo y la infinita capacidad
edificante de la raza humana.
Un templo de visita obligada en Lhasa es el Jokhang. A diferencia
de otros templos de Lhasa, está inserto en el corazón
de una zona comercial. Su atractivo consiste, precisamente, en
que a su alrededor se desarrolla una intensa actividad económico-cultural,
en contraste con la mística y sosegada experiencia de inciensos,
mantras y cánticos tibetanos de su interior. La inmensa
plaza frente al templo es un colorido bazar artesanal palpitante
de vida, donde se confunden lugareños y extranjeros en
un intercambio comercial que es, más bien, bonito trueque
de culturas, bajo la presencia protectora y la bendición
del Johkhang. Allí, entre compras y "regateos"
me quedé prendado del candor de dos niñitas tibetanas,
hijas de artesanos. En los dos días que frecuenté
la Plaza del Templo sentí que nos conocíamos desde
y para siempre. Finalmente, en aquella pintoresca feria tibetana,
conocí a una familia de campesinos que estaba de visita
en Lhasa. Sencillos y humildes, sus rostros reflejaban la dignidad
y la calidez de la gente del Tíbet. Después de mucho
insistirles posaron para mi foto, con el señorío
y la alegría propios de los hijos de una tierra hermosa
y de una raza orgullosa.
Otro monasterio que me impresionó gratamente fue el Sera,
al norte de Lhasa. Al caer la tarde, mientras recorría
sus templos y callecitas estrechas, al pie de una montaña
rocosa, me sorprendió un coro de voces que llenaba el aire
de sublimes melodías. Era un grupo de hombres y mujeres
sentados en la platabanda de uno de los templos, cantando mientras
golpeaban las aristas del techo con unas paletas de madera. Nunca
supe qué hacían exactamente, mas me pareció
un ritual diario que celebran a la puesta del sol. Admiré
el entusiasmo y el espíritu de unidad con que faenaban
y cantaban. Me hicieron muchas preguntas, pero mi chino es más
que elemental, así que sólo alcancé a decirles
de donde vengo; preguntarles sus nombres y darles el mío;
decirles cuán hermosas son sus canciones y agradecerles
por ese momento placentero. Hoy, cuando pienso en Lhasa, me veo
sentado entre mis amigos cantarines, en el techo de aquel templo,
contemplando la ciudad en el ocaso; escucho sus hermosos cánticos,
veo sus rostros risueños, y les agradezco, una vez más,
por el feliz recuerdo.
Los monasterios y templos de Lhasa son santuarios de espiritualidad,
en una urbe dinámica que se abre paso hacia el desarrollo.
Pero, están ahí desde mucho antes, y fue la capital
tibetana la que creció a su amparo. No hay que comulgar
con el budismo para admirar la omnipresencia de sus valores y
sus símbolos en Lhasa y en toda la región tibetana.
Los fieles con sus cilindros de oración giratorios, los
peregrinos postrados ante el Gran Potala con sus bolsos llenos
de inciensos y esperanzas, los penitentes con sus karmas a cuestas
conforman una entidad espiritual, en verdad, única.
En Lhasa viví dos experiencias enriquecedoras con limosneros
artistas. Cerca de mi posada, me tropecé con un alegre
y pintoresco cantante que recorría el sector entonando
bonitas canciones tibetanas al son de un tamborcito. Valoro enormemente
la música tradicional del mundo entero, y los tambores
son de mis instrumentos favoritos, así que le pedí
que me dejara tocar el tambor, y formamos un ensamble latino-tibetano.
Al rato, teníamos bastante público, y ¡nos
dieron buena propina! Otro día, mientras tomaba fotos al
Gran Potala, conocí a un trío muy peculiar: dos
hermanitos músicos - niña y niño - que tocaban
espléndidamente una especie de laúd persa, y que
estaban acompañados por su abuelita, ¡la representante
artística! El instrumento nacional de mi país, el
cuatro venezolano, también es de cuerdas, y lo toco un
poquito, por lo que disfruto enormemente ese tipo de música.
Aquellos pequeños artistas tibetanos lograron cautivarme
realmente con su dulzura y su talento. Tanto al carismático
cantante, como a los niños músicos les di más
propina de la que suelo dar, consciente, sin embargo, de que esas
experiencias no tienen un valor material; son instantes indelebles
que perduran por siempre como música en el alma.
Tres días me bastaron para sucumbir ante el encanto de
Lhasa y de su gente. Salí de la gran capital tibetana con
la certeza de que volveré algún día, necesitado
de sus mágicos contrastes, y necesitado, principalmente,
del calor y la alegría de un pueblo con la sonrisa a flor
de labios. Por eso el nombre de este artículo. Cierto,
quedé absolutamente deslumbrado con la grandiosidad del
Potala, pero hasta que regrese, soñaré rebosante
de ilusión con las endémicas Sonrisas de Lhasa,
porque erigieron el más fastuoso templo de felicidad en
mi corazón.
* El Cuatro es un instrumento musical típicamente venezolano,
de origen llanero, que consta como lo indica su nombre de cuatro
cuerdas, las cuales pueden ser de tripa o de nailon, y que se
denominan de izquierda a derecha: cuarta, segunda, primera y tercera,
pero que musicalmente le corresponde, los nombres de: LA, RE,
FA# y SI. Tiene orígenes muy remotos. Aparece en grabados
iraníes y cretenses en forma ovoidal y cuadrado. Nota de
la Red.
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