Mi encuentro con los Song

- Una visita a estos Artífices de los tambores y la hospitalidad chinos

Por ÁNGEL LA ROSA MILANO*

* Master en política Internacional, Universidad de Beijing
Traductor inglés-español, CCTV
Profesor de traducción, Universidad de Beijing

A finales de enero, principios de febrero de 2004, en Beijing, durante las festividades del Año Nuevo Lunar chino, quise celebrar la Fiesta de los Faroles –5 de febrero– sumergiéndome realmente en la luminosidad y el colorido de esa milenaria tradición china. Decidí ir a la aldea de Caigusong (distrito Huimin de la provincia de Shandong), a conocer a la familia Song, agricultores y artesanos dedicados por siglos y generaciones a la elaboración de tambores, los mismos que se utilizaban en las danzas de las fastuosas ceremonias imperiales, y que se utilizan actualmente en los vistosos bailes folclóricos chinos, tales como el Yangko, presente en las fiestas tradicionales de Shandong. “Caigusong” significa “los Song saltan sobre los tambores”, porque los artesanos de aquella aldea saltan realmente sobre el cuero de los tambores gigantes –algunos pueden llegar a medir hasta dos metros de diámetro– para templarlo y darle el sonido apropiado.

Llegué a Huimin el 3 de febrero. Allí tomé un minibús que iba cerca de Caigusong. Faltando pocos minutos para llegar a mi parada, escuché, a lo lejos, música de tambores. Era un desfile con motivo de la Fiesta de los Faroles. Un segundo después me encontraba marchando junto al grupo de desfile, al compás de tambores y platillos. Aún sorprendido, mi corazón retumbaba como uno de aquellos tambores chinos. Los acompañé bailando un buen tramo, y tras disfrutar enormemente entre aquellos bailadores y tamborileros, retomé mi búsqueda de Caigusong. No tardé mucho en conseguir a un primo de los Song, quien poseía un pequeño camión y se ofreció a llevarme a la aldea. Al cabo de un rato, me encontraba en la humilde vivienda de agricultores de una de las familias Song.

Lo que imaginé como una “fábrica” resultó ser un pequeño patio trasero que funcionaba como improvisado taller, pero entre aquellos tambores a medio hacer, y entre aquella gente afable, inmediatamente me sentí como en mi casa. A pesar de que no hablo chino, el señor Song empezó a hablarme de sus tambores, entusiasmado. De pronto, ¡aparecieron unos vecinos con un tambor gigante! Le tomé fotos y lo toqué extasiado. Esos breves instantes en el patio de los Song bien valían el viaje a Shandong.

A la hora de la cena, me invitaron a comer. Después de la comida, llegaron más vecinos que querían ver al “forastero” y conocer su historia. Un comisario de la policía local, yerno de los Song, hablaba algo de inglés, y así pude contarles a qué fui a Caigusong. Aquellos humildes agricultores chinos me ofrecieron todo lo que tenían con generosidad admirable. Esas pocas horas junto a los “Song que saltan sobre los tambores”, perdurarán en mi corazón por siempre.

Mis muy gentiles y eficientes anfitriones me organizaron el itinerario y se ofrecieron como guías. Me dejaron en el hotel, y nos despedimos hasta la mañana siguiente. Cerca de las 8 de la noche, cuando me disponía a dormir, la encargada me indicó que me asomara por la ventana. ¡Un desfile de carrozas! En medio de aquella fría noche, los habitantes del pueblo recorrían las calles en pintoresca y bulliciosa comparsa, celebrando La Fiesta de los Faroles. Un segundo después, yo también estaba en la calle desfilando entre dragones chinos, antorchas, disfraces, fuegos artificiales y gente bailando jubilosa al son de tambores y platillos. Pero lo más emotivo fue ver a las niñas del pueblo montadas en las carrozas –más bien camiones vistosamente decorados para la ocasión, con luces y adornos–, encantadoras y orgullosas, ataviadas con hermosos trajes tradicionales, cuales muñecas de porcelana vivientes. La luna llena de febrero, magnífico farol en el cielo, añadía resplandor al rostro risueño de aquellas princesitas salidas de un cuento de hadas chino.

Temprano en la mañana, salí con mis atentos guías rumbo a Shanghe. Me llevaron a conocer a unos parientes adinerados, dueños de una posada-restaurante. Y, entre tasas de gustoso té chino, y la ayuda de dos jóvenes que hablaban un poquito de inglés, pude explicarle a aquella bonita familia cómo fui a parar a Caigusong. Minutos más tarde, ¡el hijo del dueño vino con el personal de la TV de Shanghe! Trajo al administrador, a un reportero y a un camarógrafo. El dueño, nos ofreció a todos un delicioso almuerzo, al que se unió el mejor traductor de inglés de la ciudad. Durante la comida, el administrador del canal me explicó que querían hacer un breve documental sobre la celebración de las fiestas en una pequeña comunidad.

Fuimos a un sector humilde de la ciudad, donde los residentes se congregan cada año en torno a la Fiesta de los Faroles, para entregarse al ritmo del Yangko, enérgico y colorido baile tradicional chino, estimulado por el retumbar de los tambores, y que expresa la alegría y el optimismo de la gente de Shandong. Compartí con aquella comunidad un momento irrepetible. Hicimos el documental; me mezclé con grandes y chicos, tocando sus tambores y bailando su danza jubilosa, hermosa fiesta popular con la que expresan su amor y respeto por las tradiciones chinas.

Finalmente, Shanghe me ofreció un banquete de luz y color. Primero, la impresionante Exhibición y Concurso de los Faroles, en el bulevar de la ciudad. La proverbial inventiva china no conoce límites a la hora de reproducir el mundo real con sus ingeniosas lámparas. Mis ojos no daban crédito a tantas maravillas, luminosa y milenaria expresión de la rica cultura china. Después, el alucinante espectáculo de fuegos artificiales. Me sumé a la entusiasta multitud de decenas de miles de personas que presenciaba aquella impactante explosión de luz multicolor, gritando a una sola voz con cada resplandor en el cielo. Una experiencia indescriptible e inolvidable.

Al día siguiente mis amigos fueron a buscarme para llevarme a la estación de autobuses. Me costó despedirme; fuertes lazos me unían a esa gente que había conocido apenas dos días atrás. El primer día en el patio de la casa de los Song, quise comprar un tambor pequeño que me gustó mucho. No estaba terminado, así que me lo llevaron el último día. Hubiera sido una de las compras más gratificantes de toda mi vida, si no hubiera sido porque ¡no me dejaron pagarlo!

Todo el oro del mudo no puede pagar ese pequeño tambor, y, mucho menos, esos dos días de dicha que pasé entre los Song. Por eso, pido a mi Dios y a la vida que me provea de los medios para corresponder a tan grandes demostraciones de generosidad. Este artículo es, en consecuencia, un modesto agradecimiento a la insuperable calidez de toda esa gente maravillosa. Espero que estas líneas desencadenen acciones que repercutan positivamente en la vida de las pujantes comunidades de Huimin, Shanghe, y toda la provincia de Shandong; acciones concretas que beneficien a mis fantásticos anfitriones, los Song, dignos representantes de la laboriosidad y la hospitalidad del pueblo chino, para que sigan “saltando sobre los tambores”, poniendo muy en alto el nombre de su aldea Caigusong y de este gran país que es China.


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