Lushan: Montaña encantada

Por ANGEL LA ROSA MILANO*

CUANDO se vive en un país como China, tan distinto al mío, Venezuela, hasta ir al supermercado resulta interesante. Y además de las aventuras cotidianas, fueron muchos los viajes que hice durante mi estancia en esa tierra milenaria. Cada uno de ellos constituyó en sí mismo una historia completa, con principio y final; lleno de anécdotas inolvidables, lecciones imperecederas, grandes satifacciones y, como es normal, algunos contratiempos. Pero, al final, siempre con un balance positivo, porque el pueblo chino es hospitalario por naturaleza, con un corazón grande como su tierrra.

Durante las celebraciones del Año Nuevo Lunar Chino en 2003, decidí recorrer el Yangtsé (en chino, “Changjiang”, “río largo”) inspirado por emocionantes relatos escuchados durante años sobre las Tres Gargantas y otras maravillas ubicadas a lo largo del gran río. Pero la travesía no fue exclusivamente fluvial. Mi plan también contemplaba la visita a algunos de los atractivos más importantes de la región de la cuenca del Yangtsé, por lo que en varias ocasiones desembarqué en algunos puertos, para acceder a dichos lugares por tierra, y reanudar el viaje en ferry más adelante, río arriba.

Mi itinerario incluía las exuberantes colinas de Lushan, frente al lago Poyang, al norte del Yangtsé, en la provincia nororiental china de Jiangxi. Todo viaje incluye sorpresas, unas gratas; otras no tanto. Y la visita a Lushan no comenzó de la mejor manera. Pero así son las aventuras.

En el puerto fluvial de Jiujiang, tomé una buseta de pasajeros que me llevaría hasta Lushan. A mitad del ascenso, algo perturbó mi plácida contemplación del paisaje: ¡nieve! Lo que no estaba ni en mis cálculos más pesimistas. Estábamos en primavera, y a más de mil km al sur de Beijing. Por eso decidí hacer esa excursión; para disfrutar la belleza primaveral de tan paradisíacas montañas. En mi mente tenía al Lushan veraniego, descrito en la “Rough Guide”. Además no llevaba ropa de invierno; apenas una chaqueta deportiva. No preví ese escenario, y eso me molestaba. Para colmo de males, en el parabrisas del bus se formó una capa de hielo que impedía la visibilidad, por lo que debimos detener la marcha por varios minutos, bajo aquel clima gélido. Pero, “a pesar de los pesares”, hay que ejercitar la fe, y me dije a mí mismo uno de los tantos dichos optimistas usados en Venezuela: “Al mal tiempo buena cara”.

Pero eso no fue todo. Por fin llegamos a Lushan, ¡y el pueblo se encontraba literalmente cubierto de nieve! Sin darme por vencido, acordé con una joven universitaria china (oriunda del lugar, y que también viajaba en el bus) visitar el lago más grande de la montaña, ubicado a pocos minutos de la estación, para, al menos, tomar algunas fotos de consolación, y regresarme rápidamente a una muy modesta habitación de hotel que había reservado previamente con la ayuda de la atenta joven. El único detalle, amigos lectores, es que ¡el lago estaba totalmente seco! Sin una sola gota de agua. El lago de ensueños que imaginé la noche anterior parecía más bien un cráter marciano. Por poquito me echo a llorar. Pero la visión de una solitaria pagoda en la punta de una roca, en medio de aquel estanque vacío, me hizo reír a carcajadas de mi mala suerte. Aquello me convenció definitivamente de regresarme a la habitación, a ahogar mis penas durmiendo hasta el día siguiente, para volver a Jiujiang un día antes de lo planeado.

Apenas eran las 3 de la tarde, pero no había ni rastros de sol y las calles estaban desiertas. La habitación estaba bien, el pequeño inconveniente es que no tenía calefacción, así que al poco tiempo de entrar se convirtió en refrigerador. Me salvé de quedar como carne congelada gracias al termo con agua caliente, y a que había dos camas, así que pude arroparme con muchas cobijas. Mientras me dormía, titiritando de frío, ejercité nuevamente el optimismo, repitiendo varias veces, al compás de mis temblores, otro dicho venezolano positivo: “No hay mal que por bien no venga”.

Felizmente, en mi cuarto había un televisor, así que al menos podía consolarme viendo algún programa turístico del Lushan primaveral. Antes de encender la tele, abrí las cortinas para ver la oscura y solitaria calle cubierta de nieve. ¡Y ocurrió un milagro! Justo frente al hotel, había una plaza completa y esplendorosamente iluminada con grandes adornos de luz multicolor. La felicidad me volvió al cuerpo. El espectáculo ante mis ojos era tan hermoso que parecía irreal. Un verdadero oasis de luz y color en aquel desierto de oscuridad. Me lancé en carrera a la calle, para ver de cerca aquel lugar encantado.

Seguí curioseando calle abajo, entusiasmado. ¡Increíble! Todas las casas y árboles del pueblo estaban cubiertos de luces coloridas. No daba crédito a lo que veía. A medida que me internaba por las estrechas calles surgían ante mis ojos maravillas luminosas, que llenaban de magia la noche. Volví a cerciorarme de que no estaba alucinando.

Mientras disfrutaba, extasiado, la vista de aquel pueblo encantado, vi claramente la explicación de aquel extraordinario acontecimiento. Según mis humildes creencias, fue un pequeño milagro de fe. Coincidencialmente, ese día, 11 de febrero, era el cumpleaños de mi padre, quién, desde Venezuela, seguía con gran devoción paternal todos y cada uno de mis viajes en China. Para ese entonces, mi papá luchaba contra un cáncer de estómago, por lo que era sumamente importante para ambos mantenernos en contacto. Mientras pensaba en ello, y en que no podía hacer llamadas internacionales desde el hotel, conseguí un teléfono público y probé a llamar con una tarjeta usada que tenía en mi cartera, a sabiendas de que era muy difícil comunicarme con Venezuela desde aquel alejado paraje montañoso. Pero tenía que intentarlo.

“Aló”, ¡La voz de mi madre! Muy emocionado le conté brevemente lo ocurrido, e inmediatamente hablé con mi padre; lo felicité y con voz entrecortada le relaté aquella fantástica experiencia. Y él, con su voz muy debilitada por la enfermedad, pero aún cálido y protector, me dijo: “Hijo, sin importar la distancia, siempre estaré a tu lado. Esto es un milagro. Agradezcamos a Dios”.

Aunque, ciertamente, sentí gran nostalgia por mi padre y mi familia en Venzuela, regresé a mi habitación contento, invadido por una fuerte sensación de paz y bienestar.

Esa atmósfera mágica que envolvía a aquel pueblo en la montaña Lushan es sólo una muestra del encanto que encierra ese gran país que es China, tierra de hermosas costumbres ancestrales, y hogar de un pueblo dispuesto a compartir su rico legado cultural con los demás pueblos del mundo. Y aunque durante esa excursión a Lushan fue poco lo que pude relacionarme con los lugareños, tengo que agradecerles por cultivar esa bella tradición que me deparó una satisfacción tan grande.

Transcurridos cinco meses de aquella llamada, falleció mi amado padre en Venezuela. Sé que volveré a China, a recorrer sus caminos infinitos. Y aunque no sé si la vida me alcance para ver de nuevo el esplendor luminoso de Lushan, sé que siempre llevaré su magia conmigo, y en los momentos difíciles, recorreré nuevamente sus callecitas encantadas, y escucharé a mi padre decirme al oído : “Hijo mío, todo pasa por una razón; todo es para bien”.

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