Un retratista se angustia mucho por la mala venta de sus creaciones. Los amigos le sugieren hacer su autorretrato y pintar a su ser más allegado para que los probable clientes se percaten de su habilidad para copiar rostros. El artista, animado, retrata entonces a su mujer, y se pinta a sí mimo al lado. Luego cuelga en la pintura en la sala de su casa. Un día, su suegro viene a visitarlo. Al ver el retrato pregunta: “¿Quién es esa mujer?” “Es su hija, suegro.” Ante lo cual el viejo exclama: “¿Y porqué está sentada al lado de un desconocido?”

Un día en que llueve a cántaros, todos los pacientes del manicomio salen al patio a bañarse y cantar. En la sala sólo queda un paciente, al que el regocijo de los otros dejó indiferente. “¿Será que ya está mejorando con el tratamiento de estos días?” piensa esperanzado el psiquiatra jefe, y se le acerca a preguntar: “¿Por qué no saliste al patio también?” “Estoy esperando que se caliente el agua,” responde el aludido.

Un campesino está afanado trabajando en su parcela. Su mujer le llama a comer. “Ya voy, en cuanto esconda bien la azada” responde a voz en cuello. “Baja la voz. Si alguien te oye, te puede robar la azada,” le reprime la mujer. Cuando el labriego retorna a sus labores se encuentra con que ha desparecido el azadón del escondrijo. Corre a buscar a su esposa y le dice susurrando a su oído: “Me robaron la azada.”

Un pintor terminó su autorretrato y se lo lleva a varios amigos, para que el digan dónde logró el mayor parecido. El primero contesta que es el sombrero y el segundo, la ropa. Cuando toca el turno al tercero, el pintor le explica: “Ya los demás han identificado el sombrero y la vestimenta. Tienes que buscarme algo nuevo.” Tras larga observación, el amigo responde: “ La barba.”

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