Si
en el Beijing de 1995 era raro ver a un perro en la calle,
10 años después estamos sumergidos en un mar
de hocicos peludos, que cuando mueren no hay dónde
enterrar. Hay además beijineses que viven genuinos
romances con sus mascotas, como nos detalla más adelante
Guo Hongyuan, mi colega invitada de esta ocasión
----La
Redacción
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Algunos
entierran a sus mascotas como seres humanos. La mayoría,
sin embargo, prefiere improvisar |
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A mi perrita pequinesa la han quitado del portal,
ay, sí, sí, sí, ay, ya, ya ya
Esta pegajosa rumba-bulería, que el español
Emilio el Moro puso de moda en los lejanos 50, no cesaba
de martillarme la memoria en mis primeros tiempos en Beijing,
allá por 1995, cada vez que intentaba descubrir algún
perro callejero, o al menos atisbar un can asomado a una
puerta, inclinado sobre un balcón, o haciendo la
gracia en un parque. Nada. Había llegado a
una ciudad sin perros.
Eso pensaba. En realidad, 1995 marcó un antes y
un después para estas mascotas. En ese año
el gobierno de la ciudad impuso regulaciones estrictas que
de improviso cerraron la posibilidad de compartir el techo
con el mejor amigo del hombre, para flexibilizarlas con
el paso del tiempo, pero imponiendo un alto cobro ¿Que
alguien quería deleitarse en compañía
canina?, pues debía pagar hasta 700 dólares
por tener al ladrador, una pequeña fortuna para una
población que por entonces promediaba los 50 dólares
de salario mensuales.
No sé si las cábalas tuvieron que ver algo
con esto. El 94, según el horóscopo chino,
fue Año del Perro (último del siglo XX, por
cierto), y tal vez su influjo tutelar propició lo
que en un principio fue un discreto aumento en la población
perruna pequinesa, pero que no tardó en devenir verdadera
explosión. Y sin control a la vista.
Desde los 80, muchos chinos, que por años desconocieron
el placer de tener animales domésticos, habían
comenzado a tomarle el gusto a la presencia de los mismos:
un periquito filipino por aquí, un goldfish nacional
por allá. Pero las cosas, lejos de detenerse allí,
pasaron a mayores cuando algunos salieron a la calle exhibiendo
pastores alemanes, dogos y otras joyas por el estilo.
Faltos de hábitos y sobre todo de leyes apropiadas
- para convivir con tan ingente población de mascotas,
los ciudadanos se dividieron de inmediato en dos bandos:
los que defendían su derecho a poseerlas y los que
se sentían amenazados por las dentelladas, los ladridos
y la molesta caquita que acompaña a estos seres.
La prensa se hizo eco del debate y las autoridades decidieron
cortar por lo sano.
Beijing se llenó entonces de cuentos de horror y
misterio. Que si partidas de campesinos pagados andaban
a la caza de cualquier chucho para despedazarlo; que sólo
se aceptaban en la ciudad a los perros con inmunidad
diplomática; que al que despertara al vecindario
con sus ladridos le extirparían las cuerdas vocales.
Tan sombrío panorama hizo que muchos dueños
de deshicieran de sus animales, regalándolos a personas
en otras localidades o vendiéndolos al mejor postor.
Han transcurrido 10 años y el panorama es otro,
como otros son los problemas surgidos. Con ese talante pragmático
que muchas veces sorprende al extranjero, las autoridades
han ido aflojando la mano con respecto a los perros, como
también lo han hecho de algún modo con la
prohibición de hace unos años para el uso
de los fuegos artificiales. Hoy se ven perros por todas
partes y de todos los tipos imaginados, sólo que
ya van poniéndose irremediablemente viejos y, como
era de esperar, están muriendo.
Y ahí está el detalle, como diría
el inefable Cantinflas. Parece que nadie previó que
no hay perros eternos. Hoy se calculan en más de
250 mil los perros y gatos que pasan a mejor vida en Beijing
cada año, sin que la ciudad disponga de un método
masivo e higiénico para dar buena cuenta de sus restos.
Los ciudadanos recurren entonces a la vía más
expedita: entierran a su difunto animalito en cualquier
yermo o parque, o lo tiran a un contenedor de basura, lo
que supone una seria amenaza a la salud pública.
Sólo el ocho por ciento es cremado. Imaginen lo que
puede estar cocinándose para el futuro de una urbe
donde ya se estima en un millón los cánidos
sin licencia (los permitidos están alrededor de los
400 mil).
No ha pasado por alto a nadie, por otro lado, que existen
los negocios de expendio de carne de perro. Sin embargo
este particular condumio suele ser ofrecido en especial
en los restaurantes coreanos de Beijing, donde le hace la
competencia a cerdos, reses, aves y pescados, y este tipo
de perro se cría, a diferencia de otros tipos de
mascota, especialmente para consumo.
En cuanto a mí, debo admitir que en la actualidad
ya no me persigue la letanía cantada de Emilio el
Moro. La sobreabundancia acabó con la nostalgia.
Hay perritas pequinesas y de muchas otras razas- en
cualquier portal y esquina. Del más inimaginable
rincón asoma un hocico húmedo y peludo. Y
para no ser menos que los nacionales me decidí a
probar la carne del estimado can. Unos amigos chinos me
llevaron a un coreano y me pusieron delante un plato de
carne humeante, que despedía un tufillo peculiar.
¡Come!, insistieron. Con seis pares de
ojos oblicuos clavados en mí, agarré mis palillos,
me llevé aquello a la boca y
saben qué?
¡Que me supo a puro perro!
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