EL Tíbet, donde la religión se suda

Por FENG JING

A todo el que viaja al Tíbet le resulta imposible sustraerse a la colosal carga mística que allí constituye el pan nuestro de cada día

El humo brota del monasterio Jokhang El Panchen Lama bendice a una creyente Ceremonia religiosa en el monasterio Tashilhungpo

ENFUNDADA en su típico y colorido traje tibetano una anciana de unos setenta años se encamina al Monasterio Jokhang, en Lhasa, llevando de la mano a un niño de seis años. Al final de su ruta, la abuela coloca con fruición en un gran incensario ciertas hojas que arden de inmediato. Al tiempo que se eleva el humo, la viejecita ora en silencio, juntando las palmas y apretando los párpados. El niño, callado, la imita en todo.

Escenas como esta son lugar más que común en el llamado Techo del Mundo. Todo lo que vemos rezuma un misticismo extremo. Una carga religiosa que supera nuestros convencionalismos. Hemos entrado en el reino del incienso y las velas, que arden sin tregua en templos y monasterios; de las coloridas banderolas para la oración, que azotan la atmósfera insoportablemente leve donde encaja esta región; de las piedras Mani amontonadas a cada flanco de las calles; de los budistas resguardados en espléndidos y sempiternos túnicos, que caminan sin dejar de hacer girar con la mano sus molinillos de rezo. Hemos llegado a la antesala de Dios, si es que hay alguna sobre la Tierra.

El Tíbet tiene 2,7 millones de habitantes. De ellos, el 92 por ciento está formado por tibetanos, que en su mayoría creen en la rama tibetana del budismo. Para su activismo religioso disponen de 1.700 templos y monasterios, al cuidado de 46 mil bonzos y bonzas. Al igual que en otras partes de China, la ley protege la libertad de credo.

Para los budistas tibetanos, el monasterio es un lugar sagrado. Cada día sus predios se repletan con fieles dispuestos a rendir tributo. En los famosos Monasterios Jokhang, en Lhasa, y Tashilhungpo de Xigaze, las filas de creyentes son un río interminable que desemboca sin cesar frente a los altares.

De acuerdo con el guía lamaísta del Monasterio Tashilhungpo, la cifra de feligreses no hace más que aumentar con cada año que pasa, a lo cual contribuyen sin dudas las mejoras en la vida actual y en las condiciones del tráfico local. Hoy es posible hacer peregrinajes hasta los altares de Buda olvidándose de las largas distancias que antaño se erigían en obstáculos inmensos.

Muchos monasterios de Tíbet cobran diferentes precios por la entrada a los viajeros. Los creyentes que vienen a rendir homenaje, empero, no tienen que pagar.

Los principales ritos que se observan en los monasterios son las oraciones para solicitar protección frente a la imagen del Buda; la quema de mantequilla en la luminaria que se coloca a los pies la imagen del Buda, o de una rama especial en el incienso. Se depositan asimismo óbolos o donaciones para el monasterio.

Otra visión ubicua aquí son las continuadas y largas postraciones de los creyentes: mientras murmuran sus rezos, levantan al cielo las palmas, moviéndolas sucesivamente delante de la frente y el pecho; luego las separan, tienden los brazos hacia el suelo y se postran de rodillas primero, para entonces tenderse por completo, tocando el suelo con la frente. Se regresa a la postura original y se repite la rutina una y otra vez. La postración larga puede hacerse en un lugar fijo, o según se avanza en el camino.

Los tibetanos acostumbran a colocar sus pendones de oración en casi cualquier sitio, para pedir felicidad y buena suerte: en la montaña, a orillas del río, en los monasterios, sobre los tejados de las casas o las tiendas. Incluso en los árboles antiguos y las grandes rocas. En cuanto asomamos a las aldeas del distrito de Bainang, prefectura de Shannan, vemos los distintivos pendones adornando los techos de las casas junto a la enseña nacional.

Dichos pendones se fabrican con piezas de seda largas y angostas, casi siempre de color azul, blanco, rojo, amarrillo y verde. Sobre las mismas se cosen plegarias e imágenes de animales. Luego se ensartan en un cordel que se deja caer desde alguna altura. Para el tibetano, cada vez que un pendón es levantada por la brisa equivale a un rezo suyo.

Lhachug es un campesino del poblado Changzhub, distrito de Nedong, Tíbet. Vive en un típico edificio de dos pisos, donde se distribuyen más de diez habitaciones. En la segunda planta hay una cámara destinada al culto budista. La luminaria colocada delante de la figura de Buda nunca se apaga.

Las familias ricas del Tíbet suelen contar con salas privadas de culto budista; las familias pobres optan por colocar una figura de Buda en algún rincón de la casa. Los creyentes más devotos, que casi siempre son los ancianos, que tienen más tiempo libre, oran y rinden tributo a su deidad todos los días. Pero incluso los jóvenes, a pesar de estar relativamente más ocupados, sacan tiempo para expresar sus respetos.

No hay fiestas o actividades importantes, como bodas o funerales, en que las familias no inviten a los bonzos para que protagonicen ceremonias religiosas en casa. En el Tíbet la religión está en el aire. Es un alimento imprescindible y una sustancia, que aunque inasible y sutil, brota de cada poro y a toda hora.


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