Hasta
mañana
Por
ISIDRO ESTRADA
La historia,
basada en la vida real de un Huaqiao que ha vivido más de
60 años en Cuba, ha ganado el premio de cuento en el concurso
"Huella de la Cultura China en Cuba," organizado
por el Instituto Cubano de Amistad con los Pueblos, la embajada
de China en Cuba y el Grupo Promotor del Barrio Chino, para
conmemorar los 55 años de la fundación de la República Popular
China.
--La
Red.
 
A Angel Chiong, por la inspiración y el
regreso
La maleta es grande, inmensa, descomunal. Se hincha y se
desinfla, crece a punto de estallar, cambia de forma una
vez y otra; se agazapa, se hace hirsuta, despliega garras
y mueve la trompa, abre belfos y saca colmillos: va trasmutándose
en búfalo, mamut, rinoceronte, hasta terminar en un león
chino de trapo y papier maché, correteando su efímera existencia
por las calles de La Habana.
Alfonso Chiu quisiera convencernos de que el desfile de
monstruos en que ha devenido su equipaje, a unos pocos pies
de distancia de su cama de hotel en penumbras, no tiene
nada de malo. Preferiría que no achacáramos sus visiones
al cansancio de sus ojos- oblicuamente octogenarios -, al
tropel de emociones de las últimas horas y a unos cuantos
tragos de más. Fuerte ese licor Maotai, ¿verdad Alfonso?
Y dos veces fuerte si después te bebes – en inusual hazaña
para el chino promedio-, tres copas de Wu Liang Ye,
el licor de Cinco Cereales, que un par de horas atrás puso
colofón a una cena de quince platos, con sus delicias locales
atrapadas entre los consabidos palillos, y con sopa para
el final. Quisiera pedir que le excusáramos la algarabía
en que se ha convertido una simple maleta de vinilo negro,
en cuyas entrañas se acomoda media vida suya. Le gustaría
decirnos que él no suele ser así, que es un chino serio,
cantonés de altura, el mismo que una vez cruzó los Siete
Mares hasta las Américas, enlazando a Cantón con Hong Kong,
California y México hasta llegar a Cuba. Andaba entonces
con la pobreza sentada en los talones y el afán de aventura
carcomiéndole las manos. Llegó a La Habana, y no ha pasado
día desde esa fecha, y hasta esta noche en que acaba de
instalarse en un hotel de la hoy cosmopolita Pekín, en que
no haya soñado con volver a su tierra natal, a la patria.
No más cerrar los ojos en Cuba, aparecían insistentes los
parajes cantoneses, sus ríos lechosos, sus valles y montes,
sus chicas con mejillas como manzanas. Volver, volver, volver.
Ese ha sido su norte durante sesenta años de habitar la
isla adoptiva de calores y mujeres intensos. Su ilusión,
su mito, su angustia. Volver al reducto de todos los nacimientos,
nadar a contracorriente, regresando al calor inimitable
del útero materno, desandar los primeros senderos abiertos
al asombro de sus pies infantiles anudados en sandalias
de cuerda de cáñamo. Le gustaría contarnos todo eso, mientras
evoca su primer calzado y sonríe socarrón contemplando las
flamantes zapatillas Lining - regalo de un obsequioso
sobrino anfitrión - que acaba de dejar caer sobre la alfombra
de su habitación. Se muere por susurrarnos que este regreso,
angustioso a fuerza de deseado y por fuerza preterido, bien
vale un conato de juerga, enlodarse en un simulacro de pecado.
Quisiera decirlo, pero se queda callado, y allí donde debe
poner su argumentación, opta por dar la callada. O casi.
“Del carajo”, espeta al fin en su español-cubano trufado
de acento cantonés, aupando la expresión en un eructo con
efluvios de maotai. Intenta dormirse, sabiendo de antemano
que no lo logrará por el momento. Hay demasiada excitación
distendiendo el fuelle que se aletarga y palpita bajo el
pecho enjuto. Excesivas han sido las vivencias en su primer
día de regreso a la China de principios del siglo XXI, que
nada tiene que ver con la que dejó más de medio siglo atrás,
cuando quería comerse el mundo. El es un chino serio, que
no lo dudemos. Y con esa misma seriedad que le dio prestigio
entre sus paisanos, fue el primero en levantar la mano en
aquella reunión que cambió el rumbo de sus días. En el casino
de su asociación en La Habana no cabía un alma el día que
llegó la delegación, “gente importante de Pekín, que vienen
a llevarse a algunos viejos de visita a China, y les ayudarán
a reunirse con los familiares,” le aclararon. Alfonso se
saltó todos los protocolos. La mujer que encabezaba el grupo
lo miraba entre estupefacta y comprensiva, oyéndole decir
en su mascullado mandarín que “Ya voy para 80 y no quiero
morirme sin ver de nuevo a China. Si espero por la cola
de viejos del barrio creo que no me dará la cuenta. Tengo
algún dinerito ahorrado, así que si ustedes me dan un empujoncito…”
Y Alfonso supo lo que era viajar en avión, parar en tránsito
por Europa y ser recibido en el recién restaurado aeropuerto
de Pekín por un sobrino nieto que cebó cuentas bancarias
a la sombra del caprichoso mercado inmobiliario pequinés.
El pecho le saltaba arrítmico con cada rascacielos de cristal
y acero, con los pasos a nivel, con la ciudad que a fuerza
de inmensa amenazaba con aplastarlo. ¿Se habría equivocado
de país? Se contuvo cerrando los ojos, dejando que las mieles
del regreso le poblaran la boca semidesdentada, saboreando
una oportunidad inesperadamente única, un regalo tardío
de quién sabe qué arte de birlibirloque. Por eso le parecen
de más los arrepentimientos tras la francachela de esta
noche. Lo de hoy debe entenderse. Es que, vaya, todos tenemos
un día para echar la casa por la ventana. Un instante de
debilidad. Un momento de autoindulgencia. Reflexiona que
su vida es como una larga puesta en escena, una historia
sacada de la Opera China, donde una saga puede durar toda
una vida, y donde los personajes son muy buenos-buenos,
o muy malos-malos. “Hijueputas”, se corrige a sí mismo Alfonso,
y los labios como de higo seco, pero pícaros, se descorren
para mostrar dos incisivos dorados recién instalados en
la boca, la misma que antes, muchos años atrás, llegó a
vocear hasta desgañitarse los helados más cremosos de la
Habana, marchando con un carrito de madera y latón Zanja
arriba y Zanja abajo. Y calcula que su ópera muy personal
está llegando al final, un final climático, eso sí. Acompañada
de un derroche sonoro de gongs, cajitas chinas talladas
en madera de alcanfor y violines pentatónicos de dos cuerdas,
o erhu, como dicen en China. Tiquiriquití y Plá-plá-plá,
suena la orquesta y detrás viene un canto pletórico de inflexiones,
que en Cuba taladraba los oídos a los que no habían nacido
en China, pero que a la multitud de paisanos aplatanados
le arrancaba ovaciones, regalándoles viajes directos al
paroxismo. No le importaría morirse ahora, o mejor dicho,
después de ver el terruño natal allá en el sur, a donde
espera partir en unas horas, cuando al romper el alba le
llamen de la recepción del hotel. Preferiría disculparse
por estos minutos de felicidad arrancados a tantos años
de trabajo duro, pero en definitiva, a santo de qué tanto
contar con la licencia de los demás. Harto está de lo mucho
que ha debido disculparse buena parte de su vida, por casi
todo y con casi todos. Lleva siglos con la disculpa a flor
de labios. En un principio se excusaba consigo mismo, por
irse de casa, dejando familia y patria, sin saber a ciencia
cierta si podría regresar; por no haber dejado descendencia
en la isla; por no haberse casado nunca con cubana, a pesar
de las varias que compartieron su lecho – “búscate un chino
que te ponga un cuarto,” escuchó decir a la chanza habanera,
y de inmediato se dio a cumplir la exhortación, acomodando
la vida de blancas, negras y mulatas con el concurso de
sus helados de ensueños, más algún que otro golpe de fortuna
de la charada china. Indulgencia esperó asimismo de sus
seres queridos y otros deudos, a quienes fue perdiendo la
pista a fuerza de años y distancia, como la esperó asimismo
de esta tierra inmensa que acaba de acogerlo de vuelta y
que le muestra un rostro desconocido. Hoy Alfonso no es
un chino más: es un Huaqiao, y a los huaqiao, o emigrados
regresados, no siempre les acoge la amabilidad. Hay quienes
se dan de bruces con un ambiente huraño, o al menos ajeno,
tras pasarse toda una vida fuera. De vuelta los recibe un
país que en los pasados 25 años de reforma económica ha
ido de la noche a la mañana sin tiempo para las transiciones
y los matices. Y disculpas miles, nunca lo olvida, debió
ensayar apenas puso pies en tierra adoptiva, intentando
ganar aceptación entre aquellos que le exprimieron la vida
a cambio de un salario de miseria, mientras se quejaban
y mofaban a toda hora del chino-palangueta-que-no-sabe-español.
A medio mundo le pidió perdón más tarde, por no comprender
los vaivenes de la política, por desconocer el intríngulis
socioeconómico. Abrió los ojos como platos de chopsuey
el día en que aquella vida que sudó detrás de una carretilla
de helados únicos se convirtió en “rezago del pasado.”
“Todo es de todos ahora; no hacen falta más carretillas,”
oyó decir, y se plegó al nuevo salto de la historia. Se
rascó la cabeza donde la negrura de antaño reculaba ante
una embestida de grises, tratando de que la idea penetrara
en el cráneo. Nadando en dudas se quedó viendo como desaparecían
los paisanos que arrastraban carros y detrás de ellos los
helados excepcionales y todos los platillos y parafernalia
chinesca que una vez hicieron época en el imperio mínimo
de la calle Zanja. Con los años, cuando le parecía que ya
estaba curado de espanto, los hijos y nietos de aquellos
paisanos, más algún que otro advenedizo con menos de chino
que Fumanchú, limpiaron y reconstruyeron algunas esquinas
de su viejo barrio habanero, devolviéndole al menos un respiro
de su brillo de antaño –“del lobo un pelo”, se consoló,
contemplando uno de esos vaivenes de la vida que aún hoy
le trastocan las entendederas. Se alegró, sin embargo, apercibido
de que se estaba aplicando un boca a boca de último minuto
a la ancestral manía china de poner sobre un mostrador,
o a horcajadas sobre un pregón, todo lo que merezca ser
vendido.
Alfonso regresa los ojos a la maleta y se tranquiliza al
ver que el león de marras se ha quedado esquinado en una
soledad obligada, adormilado por cierta abulia y abandonado
por las demás criaturas, que se han marchado quién sabe
dónde, según merman los efectos del Maotai y la maleta retoma
las dimensiones con que salió de La Habana. Siente que el
sueño le va ganando en buena lid y se sume en la modorra,
sabiendo que algún día nos contará que esta noche, como
en tantas otras de descanso o insomnio en Cuba, la patria
se le aparecerá enfundada en brumas. El día en que nos lo
cuente hará un mohín que le descubra los incisivos dorados
y nos confesará, extrañado y sobrecogido, que esta noche
la tierra soñada, la de promisión y capaz de obsesionarlo,
no ha sido la de ríos lacteados y muchachas con caras de
pomarrosa. Hoy Alfonso Chiu sueña que la patria se llama
Zanja y el mundo cabe en una carretilla de cremas congeladas.
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