Mi vida es una película

Por YU XIANGJUN

El cine es mi gran pasión. Cada semana me paso horas frente a la computadora buscando en Internet informaciones sobre el séptimo arte, o deambulo constantemente por los expendios de audiovisuales a la caza de la última novedad fílmica.

   
  ¡Ah, aquellas funciones al aire libre!  

Aún recuerdo mi primera película, que vi a los cuatro años. Se llamaba Hijos Heroicos. La vi más de 20 veces, pero no lo hice compulsado por apasionamiento alguno, sino porque crecí en un período de nuestra historia signado por la cerrazón a cal y canto y todo tipo de restricciones. En aquel entonces la oferta fílmica distaba años luz de complacer la ingente demanda de un público ávido, entre el cual me incluía yo. Mi niñez y adolescencia transcurrieron en las postrimerías de la Gran Revolución Cultural (1966-1976), cuando las limitadas películas disponibles eran producidas en China o importadas de otros países socialistas como Albania, Rumania y Corea del Norte. Estos filmes se proyectaban hasta la saciedad, tan así que los espectadores se sabían de memoria casi todos las canciones, monólogos y diálogos.

Por aquellos tiempos, o habitual era el cine gratuito, con exhibiciones a cielo abierto, acudiendo a un pedazo de tela blanca unido a dos postes como pantalla. En ciertos lugares acondicionados había cabina de proyección, pero en otros, la electricidad para el proyector provenía de un generador activado por alguien que pedaleado una bicicleta fija, la que a su vez proporcionaba la energía para generar la corriente. Se podía decir que una película era popular si había muchos espectadores sentados detrás de la pantalla.

La película semanal constituía todo el entrenamiento de mi niñez. Mis padres estaban conscientes de ello, y por eso su mayor amenaza era prometer la suspensión de mi deleite cinematográfico si cometía alguna falta, o dejaba de hacer mis trabajos domésticos. La idea de perder este placer semanal se me hacía tan horrenda, que en el colegio andaba más tieso que una vela.

Un día supe que cada tarde la Academia Cinematográfica de Beijing proyectaba películas, entre ellas las extranjeras y las prohibidas. Por eso, después de graduarme de la escuela secundaria solicité estudiar allí y pasé los exámenes de admisión. Durante el curso de cinematografía, formé parte de varios equipos de rodaje, pero comprendí que prefiero disfrutar de una película más que producirla, así que cuando terminé mis estudios encontré trabajo de fotógrafo en esta revista.

La única vez en mi vida que he cometido fraude lo hice compulsado por el cine. Cuando mi escuela proyectó Amarcord, del famoso director italiano Federico Fellini, no logré conseguir entrada, a pesar de que pasé toda una noche haciendo cola. Sin otra alternativa, dediqué tres horas a preparar un boleto falso. Al final logré ver esta obra maestra.

 
  Cine móvil de épocas idas

De las películas he aprendido lo que la vida real me ha escamoteado. A los siete u ocho años, después de ver una película rumana, supe que los hombres y las mujeres se demuestran mutuo afecto abrazándose. En otra película, una muchacha salía del baño envuelta con una toalla, con los hombros y piernas desnudos. Escenas similares no aparecieron en las producciones domésticas hasta 1985. Durante mi infancia, el amor joven en China se simbolizaba con el paseo que un muchacho daba a una chica en la parte posterior de su bicicleta, tras lo cual le compraba una bebida. Este conservadurismo queda expuesto en la película autobiográfica de Jiang Wen Al Calor del Sol, que siempre nos devuelve las memorias de aquellos tiempos que hoy parecen tan lejanos.

De todas las películas que he visto, la que más me impresionó fue Muerte en el Nilo. Fue una de las primeras películas occidentales introducidas en China al despuntar la década de los 80. Para mí constituyó un martillazo en plena frente. Todo lo que había visto hasta entonces seguía un argumento convencional. El fin dejaba clara las cosas. Pero Muerte en el Nilo era absolutamente diferente, y me mantuvo entre conjeturas hasta el final. También encontré en ella la cultura y modo de vida británicos, que me fascinaron. Vi la película más de cinco o seis veces y he sido desde entonces un fiel lector de Agatha Christie. He visto todas las adaptaciones a la gran pantalla de sus novelas y recientemente adquirí una serie completa de libros sobre el detective belga Hércules Poirot.

Mi colección de películas abarca más de 800 VCDs y DVDs. Cantando en la Lluvia es uno de mis grandes favoritos y cada vez que la repito aumenta mi regocijo. Para mí, esta película equivale a un tranquilizante. ¿Qué me siento frustrado o deprimido?, pues la veo y el mundo se llena de colores optimistas. Fue mi primer musical estadounidense y me fascinó su aire extravagante y alegre, así como la relación romántica que describe.

En resumen, en los filmes encuentro sueños, reminiscencias y experiencias que nunca veré en la cotidianidad. Una tarde ideal para mí, se resume en quedarme en casa, apagar todas las luces, desenchufar el teléfono y, en compañía de una taza de té, viajar en alas de la imaginación concentrado en la magia inasible de alguna película.


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