Promesa
cumplida
Por
LIU BO
El
2000 fue mi año. En su transcurso nos mudamos a una vivienda nueva, mi hijo fue admitido
a la universidad y compré un automóvil Santana, algo que
anhelaba desde hacía mucho. Con tres expresiones de felicidad
en la casa no cabía en mí de gozo.
Aquel día, conduje hasta la casa el nuevo carro y lo limpié junto con
mi mujer. Sentado dentro del automóvil de color rojo dejé
fluir mi orgullo.
Por la noche, preparamos una sabrosa cena y esperamos por la llegada de
nuestro hijo para informarle de la buena nueva.
Yo esperaba que al saber la noticia nuestro heredero saltaría de alegría.
Sin embargo, sólo dijo secamente: “Ah, no está mal”. Su
actitud fría me decepcionó, pero seguí esforzándome por
despertar su interés: “¡Baja para que lo veas!” insistí.
“¡Tanto jaleo por un Santana!” – terció el chico, para
agregar: “¿Por qué estás tan contento? ¡Si es que deberíamos
tener un coche privado desde hace más de diez años, con
el poder adquisitivo nuestro!” “Hijo”, respondí, “hace
diez años ni siquiera podíamos comprar un coche de juguete!”.
“¡Cómo es posible! ¿Un coche de
juguete?” Su tono irónico me picó donde más duele. Abrí
el armario y saqué un pequeño bulto. Al desenvolverlo
quedó al descubierto un viejo coche de juguete de color
rojo. “¿Lo reconoces?”
Levantó el coche y sin mirarlo a derechas contestó: “Sí,
lo reconozco. Pero ¿qué tiene que ver con todo esto?”
“¿Cómo que qué tiene que ver? ¿No recuerdas los manotazos
que te llevaste por este coche hace más de diez años?”
“¿De veras? A ver, ¿cómo fue?” Me miró confuso. Entonces
le conté la historia del pequeño coche de juguete.
“Un
domingo de diciembre de 1982, te llevé al mercado a hacer
compras. Tenías cuatro años en aquel entonces. Te detuviste
ante un mostrador de juguetes y pediste que te comprara
este coche rojo. Pero el precio me asombró – dieciséis
yuanes más doce cupunes de canje de divisas. Dieciséis yuanes de entonces eran la mitad de mi sueldo
mensual y los cupunes de canje de divisas quedaban fuera
del alcance de casi todos los que no fueran extranjeros,
o de aquéllos que volvían del extranjero. Incluso si conseguía
los dieciséis yuanes, ¿de dónde sacaría aquellos doce
cupunes?
Te pusiste llorar y a gritar y no soltabas el mostrador. Hice todo lo
posible para persuadirte o distraer tu atención, pero
todo resultó en vano. Tu rabieta empezó a atraer la atención
del público, que se acercaban a mirar, mientras murmuraban
y hacían críticas. De la vergüenza pasé a la cólera y
te pegué varias nalgadas. Gritaste y lloraste con voz
más alta aún. Quería arrastrarte fuera del lugar, pero
te agarraste al mostrador como si fuera tu tabla de salvación.
Cuando levanté la mano para propinarte otro porrazo, me
detuvo una anciana extranjera muy cariñosa. Con un chino
muy fluido, me preguntó qué pasaba. Al saber la causa,
compró el carrito y te lo regaló. Dijo que era su regalo
para ti por Navidad.
Ni siquiera me dio tiempo a agradecerle; dio media vuelta y se marchó.
Al mirar tu rostro sonriente a pesar de las lágrimas que
lo cubrían, sentí que el corazón se me hacía una pasa.
Como hombre y padre, no poder ni siquiera comprarte un
juguete me hacía sentirme el ser más incompetente sobre
la faz de la tierra.
Aquel día tomé la decisión de comprar algún día un coche verdadero para
complacerte.
Después que el país comenzó el proceso de reforma y apertura, me dediqué
a los negocios. Luego de todos estos años de esfuerzos,
acabo de hacer realidad mi sueño. Este coche que hoy poseo
no es en nada diferente al juguete que tuviste en tus
manos. Hijo, ¿acaso no vale la pena celebrarlo y estar
contento por ello?
Tomando el coche en sus manos, mi hijo se quedó callado, como si estuviera
recordando una historia de épocas remotas. De repente,
se levantó y se encaminó hacia la puerta de salida. “¿Adónde
vas?”, inquirí. “A compararlos, -- me dijo -- a ver si son
iguales”.
Y no le faltaba razón. La vida nos impone las comparaciones, cuando nos
preguntamos cuánto de distinto hay entre lo que un día
fuimos, y entonces quisimos ser, y lo que al fin hoy somos.